jueves, 6 de noviembre de 2008

13.

La noche ya despuntaba en Balfonheim, y como siempre los habituales lugareños se dedicaban a la actividad favorita de todo hombre con un bajo sueldo y poco que perder: ir a las tabernas a cogerse la mayor cogorza que le permitiera un vino barato y un salario diminuto.

La taberna “El cangrejo azul” no era una excepción: era la más sucia, maloliente y barata de las tabernas del barrio más pobre de la zona. Construida en oscura y carcomida madera veteada, cubierta de algas y adornos marinos tales como conchas y algún fosilizado pez, los clientes no dejaban de ser los clásicos vagabundos y marinos viejos, cubiertos de callosidades y verrugas por todos lados. El único que desentonaba era un tipo de unos veintitantos, o al menos ese aspecto daba a simple vista hasta que uno se fijaba en su pelo, que era una mezcla de níveo y grisáceo bastante extraño. El pelo era corto y liso, y sus ojos azules sobre una nariz chata que resultaba raro si uno lo juntaba con las orejas, ligeramente alargadas y picudas en la parte alta.

También era el más deprimido de los que allí había, y eso que la mayoría, pese a ser el escalafón más bajo de la sociedad, estaban mínimamente alegres. ¿Efecto de la bebida, o simple pasotismo? Nadie podría decirlo con certeza, quizás fuera una mezcolanza de ambas. El caso es que aquel hombre, rodeado de borrachos piratas de mar, marinos y demás calaña, era la figura gris de la fiesta.

Miraba fijamente el fondo de una desportillada jarra de barro cocido, en donde solamente quedaban los posos del peor vino que podía servirse. Digamos, para hacernos a la idea, que una caja de botellas, que rondaría la veintena de litros, no llegaba a completar un guil entero. Dos tragos, y ya podías tener una cuadra cerca porque el vientre se te iba a quedar vacío en menos que tarda en cantar un chocobo.

Pues aquel hombre ya llevaba dos botellas.

“Nada como el alcohol para ahogar las penas” fue lo que el tabernero le había dicho mientras le servía el quinto vaso, para después irse a la escupidera a vaciar sus hinchadas mejillas y hablar con un viejo lobo de mar que según parecía, era amigo suyo desde hacía muchos años. “Nada como el alcohol para ahogar las penas”… Si por él fuera, le hubiera roto la crisma allí mismo en cuanto soltó esa frase.

Estaba destrozado. Antes poseía todo: un buen trabajo como soldado, amigos que le respetaban, una bonita vivienda en Arcadis… Y ahora, todo lo que le quedaba era una mínima bolsita con apenas veinte guiles. Adiós vivienda, adiós amigos que respetaban, adiós trabajo. Suponía que era cierto aquello de “Falla al Imperio, y este te fallará a ti”. Pero hasta aquel día en que fue capturado por dos presos que le robaron la armadura y se fugaron, nunca creyó que esa clase de justicia fuera tan dura. Él, despedido y sin una sola pieza de oro, abandonado a su suerte. El capullo del soldado que se cargó al bangaa, ascendido a juez. ¡Pero si tan siquiera había encontrado al otro gilipollas fugado!

El hume fugado… El origen de su tortuosa existencia. Todo su pesar, sus malogrados pensamientos y proyectos de futuro, toda su nueva forma de vida rodeaban a aquel vagabundo lleno de barro y sudor.

Apartó sus pensamientos cuando uno de los compañeros de bebida le empujó violentamente, aplastándole el abdomen contra la madera oscurecida que conformaba la barra. Dando gracias a la carcoma por haber reblandecido la plancha sobre la que se apoyaba; pero suerte corría el que se había chocado con él, pues se encontraba tirado por los suelos con la nariz enrojecida y sin conocimiento. Por lo visto, habían iniciado una pelea, y en la emoción de la embriaguez y la euforia, habían envuelto a medio bar dentro de la lucha.

El viejo lobo de mar amigo del tabernero era completamente diferente a su compañero: mientras que el dueño del antro era la clásica estampa gorda, clava y maloliente, el marino era barbado y canoso, delgado y también maloliente, quizás la única característica que ambos compartían si se eliminaba el hecho de que ambos eran bebedores empedernidos. Fue precisamente el hombre de la barba cana quien se acercó al joven de pelo blanco, y dándole una palmada en la espalda, entabló conversación con él.

- ¡Anímate, hombre! Sí esto es casi una fiesta, la noche más animada de muchas que he vivido aquí. Alegra esa cara – dijo cuando éste le miró con cara de perro – Venga, te invito a una copa y una ración de pepino de mar.
- No me interesa hacer amigos… Pero no te niego ese trago que me ofreces.

El tabernero parecía estar de buen humor cuando sirvió la tapa con el vaso de vino. Vino del barato, claro está.
Y justo cuando fue a morder el pepino, este le lanzó un chorro de un líquido blanquecino y espeso, que le cubrió por completo cara y pecho. Toda la taberna prorrumpió en carcajadas, y no fueron pocos los que empezaron a gritar las palabras imbécil y gilipollas en un tiempo record.

- ¡Jua, jua, jua! – tabernero y lobo de mar articulaban los sonidos casi completamente a la vez, como si fueran uno solo o lo hubieran ensayado mil veces - ¡El pepino de mar lanza un chorrazo cuando se siente amenazado! En tu puta boca, chaval…
- Nadie… - se iba levantando lentamente, visiblemente rojo y enfadado, con una voz que parecía a punto de estallar en un grito – se… ríe… de… Keirgrand… Sforza... ¡Nadie!

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El brillo de la teleportita se mostraba en franjas anaranjadas y parduzcas de forma veteada mientras Keirgrand la movía entre su mano. Acababa de salir de aquel cubo de hielo antes conocido como “El cangrejo azul”, lleno de estatuas de cristal que a la mañana encontrarían, heladas y muertas. Lo mejor sería trasladarse, y sabía donde hacerlo.

Tocando el cristal anaranjado, evocó sus recuerdos a la ciudad desértica, y se dirigió allí: Rabanasta. Nada más llegar, el olor del humo y las pavesas que flotaban le llegaron, ensuciando el cabello entrecano y obligándole a cerrar los ojos. Las llamas crepitaban en aquella calle, y varios vecinos se habían congregado para apagar con cubos el incendio. En otras condiciones, el antiguo soldado hubiera ayudado con su magia, pero en estos momentos sólo pensaba en una cosa.
Venganza.

domingo, 21 de septiembre de 2008

12

Sangre.

Ésa era la palabra. El líquido rojo, néctar de la vida de todos y cada uno de los habitantes de Ivalice. En aquellos momentos, Lorne sólo era capaz de pensar en cuál sería su siguiente víctima por encargo o por el azar. El hombre ya mayor, parecía un viejecito normal y corriente, e indefenso, pero aquello lo hacía aún más peligroso. En aquel momento iba sin camisa, vestido únicamente con unos pantalones de lino negro, mientras sus viejos y maltrechos músculos se dejaban en forma de delgadísimos brazos gastados por el cruel paso del tiempo. Estaba extremadamente delgado, parecía un huraño del desierto, aunque se pasaba los días en la ciudad. Se apoyaba en un cayado hecho con la pata de un enorme águila del desierto de Rabanasta, una prueba más de su mortífera fuerza.

La oscura tez tostada al sol la tenía recubierta de cicatrices de cuando aún era joven, cuando todavía servía en el clan, sin embargo nunca pretendió llevar aquella vida.

Sólo quería matar. Era una manía enfermiza, sí, pero le llenaba de placer. Caminaba encorvado, aparentando tener un dolor de espalda aguantado en angustioso silencio, a pesar de que estuviese en plena forma física.

Estuvo paseando por todo el bazar durante horas, hasta que se chocó con un bangaa tapado con vestiduras completamente negras, aparentemente ya viejo, a pesar de que no fuese así, con la verde piel escamosa y seca. No valía la pena un objetivo así.*

Siguió vagando cansinamente durante horas, hasta que, al ver que no había nadie que mereciese la pena, lanzó una moneda al aire.

Cara, mataría a un hombre, cruz, a una mujer. Cruz.

“Veinte personas...” Pensó para sus adentros con sadismo, mientras en los ojos negros como azabaches aparecían unos destellos de depravación. Contó las veinte mujeres. A la última, la mataría.

Al fin la halló, una jovencita adorable y apetitosa, parecía ser del bazar, pues iba mal vestida pero sí recatada, y bien armada, pues tres dagas le decoraban la cintura, y dudaba que esa moza fuese carnicera. La observó de arriba abajo, desde luego tenía un cuerpo de lo más hermoso, a pesar de que no dejase ver más que las manos y la cara. El pelo era de un color anaranjado, mas no llegó a distinguir los ojos.

La presa perfecta.


Dejó que la muchacha doblase la esquina y empezó a seguirla disimuladamente. A pesar de ser viejo, era rápido cuando quería, y discreto sobre todo. La confiada joven siguió andando hasta que entró en un caseto maltrecho.


Lorne se quedó al lado de la puerta descubierta, esperando a que ella saliese.


Estuvo alrededor de varias horas esperando, sin embargo, no le importaba, aquella noche iba a matar... no corría prisa. Se apoyó en el marco y se hizo el dormido, como si estuviese dormitando. Un ladronzuelo se le acercó, esperando a cortarle la bolsa, y, a pesar de que el anciano estaba consciente, lo dejó marchar...

Tres metros. Chasqueó los dedos y pensó para sí: “Piro”

Inmediatamente, el ladrón estalló en llamas, aunque no llegó a gritar, pues Lorne chasqueó los dedos de nuevo y volvió a pensar: “Mutis”

El ladrón se revolvió, se tiró al suelo intentando apagarse, e incluso esperaba a que alguien lo salvase, mas nadie apareció por el callejón. Observó al cortabolsas durante unos segundos, hasta que cayó al suelo, muerto. Las llamas se apagaron casi al instante una vez muerto. Dio un palmetazo seco con la mano en dirección al ladrón, mientras volvía a decirse para sí: “Aero.” El cadáver salió disparado por una fortísima ráfaga de viento, lanzándolo, posiblemente, al otro extremo del bazar, no lo sabía con exactitud, pero estaba seguro de que nadie sospecharía que lo mató él.

Siguió haciéndose el dormido, hasta que la muchacha salió, ya más destapada, como si tuviese intención de ir a algún sitio en especial.

“Más facil por mi parte” Se dijo para sí. Nada más pasar por delante de él, abrió los ojos y con un movimiento de su bastón, la dejó inconsciente de un golpe en la parte trasera del cráneo, pero no lo bastante fuerte como para matarla.

Quería verla sufrir.

La cogió por un pié y se la llevó dentro de la casucha, sabiendo que nadie lo estaba mirando. Cogió las cadenas que acostumbraba a llevar en el zurrón y se las puso alrededor de las muñecas y los tobillos. Con un mazo, las clavó en la pared de yeso y la dejó a metro y medio sobre el suelo, colgando. Esperó a que se despertase.

Recuperó la conciencia a las tres horas.

-Ah... mi... mi cabeza... -Al ver que estaba encadenada y en su propia casa, prácticamente se quedó sin palabras.-¿¡Qué hago aquí!?-Se limitó a gritar, al ver a Lorne. El marchito anciano estaba sentado encima de una mesa rodeada de cuatro sillas de madera carcomida. La casa, compuesta por tres habitaciones, estaba escasamente amueblada, especialmente aquella sala, parecía haber sido desmantelada a conciencia a excepción de aquella mesa y las sillas.

Estaban en lo que parecía la cocina, ya que había algunos jamones y chorizos colgando del techo. Lorne rió al ver la confusión de la chica.

-¿Tú qué crees?-Se limitó a responder con una voz grave, demostrando no ser el anciano que aparentaba. La chica guardó silencio, mientras la barbilla le temblaba del miedo, parecía que iba a estallar en llantos como una niña asustada, aunque luchaba contra el terror lo mejor que podía.-¿No llora?-Preguntó arrogantemente el asesino.-Esto te dará motivos.-Cogió un cuchillo que había encima de la mesa

-¿Qué vas a hacer? ¡No!-Chilló mientras el anciano clavaba la punta del puñal en el muslo de la chica. Las lágrimas brotaron de los ojos y empezaron a resbalar por su tez, cayendo sobre la calva del anciano.

Lorne empezó a cortar a la muchacha poco a poco, mientras ésta chillaba y lloraba.

-¿Ahora lloras, eh?-Preguntó mientras seguía torturándola y lamiendo los cortes, probando su sangre. Cuando terminó con las piernas, se subió a una silla, poniéndose erguido, y le desgarró la fina seda de su cuerpo y la dejó desnuda de cintura para arriba. Empezó a cortarle, empezando en cada uno de los hombros, alrededor de los pechos y terminando en el vientre. Chillaba y lloraba, desesperada. Aquello sólo hacía que Lorne se empeñase aún más en su “labor” y le gustase aún más lo que estaba haciendo.

La muchacha estaba recubierta de sangre, jadeando y llorando, ya no gritaba, pues la garganta le dolía tanto que no podía hablar siquiera. Lorne la observó, con la mirada fría.

Lanzó el cuchillo que sostenía en la mano, yendo a clavarse en el estómago de ella. Un par de golpes más y pondría fin a su existencia. Cogió el cayado y le rompió ambas piernas. La chica dejó de llorar, dejó de sangrar. Estaba muerta.


Lorne empezó a reír a carcajadas y la descolgó. Le lamió el resto de la sangre y le quitó el pantalón de lana, mientras él también se bajaba el suyo.

Nunca estaba de más aquello.

Cuando terminó, salió de la casa con una sonrisa de psicópata desquiciado, apoyándose de nuevo en el cayado y aparentando ser un viejecito indefenso de nuevo.

Chasqueó los dedos y gritó para sus adentros, para que el conjuro saliese con inmensa fuerza: “PIRO”

Dicho esto, la casa estalló en llamas, como una bomba de relojería.

La gente no tardó en aglomerarse, intentando apagar el fuego antes de que se propagase.

domingo, 14 de septiembre de 2008

11.

El estruendo llamó la atención de todos los guardias presentes en la entrada de la ciudad, así como de gran parte de los mercaderes, viajeros y curiosos. Los rateros aprovecharon la ocasión para birlar todo aquello que vieron descuidado. Fue en ese momento cuando una figura aprovechó para adentrarse en la ciudad de Rabanasta. Su piel de color verde oscuro estaba ajada por el sol y la intemperie, con algunas cicatrices. Vestía una túnica, que sujetaba con su mano izquierda, callosa, con un par de uñas rotas y las escamas medio secas.
Se adentró en las calles de la capital mientras el sol del mediodía se alzaba en el firmamento, entre el bullicio del mercado. Su gran corpulencia le hacía destacar, pero su depauperado aspecto disuadía a los curiosos: No aparentaba tener dinero con el que comprar, bienes que robar... Solo respuestas a preguntas que era más sensato no hacer. Algunas patrullas se fijaron en él, pero dado su deplorable aspecto no lo consideraron una amenaza. Ellos estaban para mantener a la población local bajo control, no para registrar apestosos vagabundos.
Algunos incluso se acercaron con animo de decir algo, pero una tos gorgojeante fue suficiente para disuadirlos. Ya les toca guardar una ciudad ocupada, con miradas de desconfianza y la continua paranoia por los grupos de resistencia clandestinos, y sus métodos despiadados de dar ejemplo. Solo faltaría contagiarse de algo raro de un indigente bangaa.

A lo largo de los pasillos del mercado subterráneo, el viajero se abrió paso entre gente de aspecto sospechoso y desagradable, que lo empujaban con desprecio al pasar. Tragándose su orgullo, agachó la cabeza y prosiguió con su camino en todas esas ocasiones, incapaz de permitirse arriesgarlo todo ahora que estaba tan cerca del final. En condiciones normales, esos niñatos, mafiosillos de tres al cuarto, habrían mordido el polvo de paso que aprendían a comportarse, pero esta vez no. Agotado y deshidratado, no le quedaba otra alternativa que dejarlo pasar.



Drenz apenas levantó la mirada mientras mascullaba un breve saludo cuando oyó el sonido de las hileras de trozos de caña hueca, que cubrían la puerta de la entrada y resonaban cada vez que llegaba un nuevo cliente. Su hermana habría saludado de forma mucho más entusiasta, pero él ahora mismo prefería estar dando una vuelta con sus amigos por el bazar. A sus quince años le molestaba enormemente tener que trabajar en la tienda de bisutería de su familia, sobre todo ahora que había encontrado una forma de peinarse y de llevar la chaqueta que le favorecía, y había logrado al fin que Bredia, la hija del panadero, se fijase en él. Al ver el aspecto del recién llegado, su primera reacción fue intentar echarlo.

- No. No te vamos a dar nada, estamos tan faltos de dinero como tú. Estas invasiones son malas para el negocio.
- Agua... – Insistió el vagabundo.
- ¡Vete antes de que llamemos a los soldados! – Insistió el chaval.
- Mira, rubito... – Dijo el bangaa, descubriendo su rostro, y al verlo, los ojos de Drenz se abrieron como platos. – Te enseñé a respetar a los mayores en su momento, pero me parece que vas a necesitar un buen repaso.
- ¡Hreego! ¿Eres tu de verdad?
- Sse máss silenciosso, o lass cosass se van a poner difíciles. – Dijo instándole a calmarse, mientras la hermana mayor, con el pelo un poco más oscuro que el de su hermano, y los ojos más claros y vivaces, aparecía por la puerta de la trastienda, preocupada.
- ¿Qué pasa? ¡Hreego! Pasa, rápido. ¡Antes de que te vean!
- Graciass, Trieva. – Sonrió mientras le revolvía el pelo. - ¡Que mayor te hass hecho!
- Hay comida y agua en la trastienda, y seguro que podré encontrar algo limpio para que te vistas. También puedes asearte, si quieres.
- Perfecto, hablaremoss entonces...



Cuando el bangaa marchó, los hermanos no pudieron evitar comentar lo demacrado que estaba. A pesar de ser adulto, su piel ya empezaba a tornarse seca y quebradiza, probablemente por la deshidratación y las vicisitudes a las que se ha visto sometido. Trieva y Drenz se habían criado junto a Hreego, como si fuese una especie de tío favorito. Era uno de los compañeros de su padre, Fjoran, uno de los mayores ladrones de la ciudad de Rabanasta. Aunque siempre habían intentado evitar la violencia, la presencia de Hreego en el grupo era como un seguro de vida para deshacerse de forma rápida de los guardias. El tercer miembro de la cuadrilla era Valare. Una viera especialista en asegurar el éxito de sus felonías por medio de la magia. Normalmente robaban metales preciosos que fundían para que Fjolin, hermano pequeño de Fjoran, fabricase los productos que vendía en esta tienda. El problema es que cinco años atrás, algo salió mal y fueron todos capturados, y enviados a las mazmorras de la fortaleza de Nalbina, con lo que nadie esperaba volver a verlos con vida nunca más.
Cuando Hreego salió del aseo, con ropas limpias que había ido Drenz a comprar mientras, fue cuando se sentó ante los hermanos, que lo miraban fijamente sin atreverse a hacer fatídica pregunta.

- Ssi. Vuesstro padre esstá vivo. – Drenz se permitió un amplio suspiro de alivio, pero Trieva mantuvo la compostura. Era cuatro años mayor que su hermano, y mucho más responsable, al verse obligada a cuidar de él con la única ayuda del tío de ambos, que actualmente estaba de viaje en Bhujerba. – Pero sigue prisionero en Nalbina.
- ¡Tenemos que sacarlo de ahí! – Exclamó decidida Trieva, anticipándose a su hermano, que no tardó en apoyarla.
- Creíamos que nunca os volveríamos a ver... – Dijo Drenz, que siempre había sido el favorito de Hreego, por ser pendenciero y arrojado.
- Hay un problema. – Interrumpió el bangaa. – No podemos ir tan pronto. Yo esstoy agotado y vossotros no sobreviviríaiss en un lugar assí. – Comentó tajante, enfriando sus entusiasmos con la dura realidad. – No puede sabersse que me he fugado y esstoy en la ciudad o reforzarán la ley marcial y la vigilancia de Nalbina.
- Es cierto... – Dijo Trieva. Drenz apoyaba ahora mismo su espada corta sobre la mesa. No la había usado más que para practicar solo desde que su padre fue hecho prisionero.
- ¿Y Valare? – Preguntó el adolescente, acordándose de la tercera integrante del grupo de su padre.
- Esso irá después de que vuesstro padre sea liberado: Encontrar a Valare.
- ¿No está en Nalbina? – Inquirió Trieva sorprendida.
- Nunca llegó a entrar. – Sentenció Hreego. Todo estaba dicho al respecto.

Pasaron el resto de la noche, hasta tarde, poniéndose al día. Aunque a los hermanos les dolía oír las penurias que tenía que aguantar su padre, les alegraba saber que seguía con vida, y dentro de lo posible, estaba bien. Al día siguiente, cuando el bangaa hubiese descansado, empezarían a moverse.

miércoles, 30 de abril de 2008

Poderes de administrador

Como ahora mismo estamos cuatro personas en Rutas de Ivalice, os he dado poderes a todos. ¿La razón? Supongo que yo solo no puedo llevar la página, además de no ser la persona adecuada para ello. Eso le correspondería más a Sinh o a Will'o-the-wisp, por ejemplo.

Por ello, y porque no puedo hacerlo funcionar muy bien, os he acabado dando poderes. Si ahora alguien sabe meter un ShoutBox, me hace un gran favor xDD

jueves, 28 de febrero de 2008

10.

Mientras que el hombre de la larga melena se teletransportaba a Bhujerba, Setzelk justamente acababa de aparecer junto a sus compañeros por la puerta sur de Rabanasta, con su enorme espada a la espalda, una joven hume de más o menos su edad, pelo un poco corto y castaño, dos vieras, ambas casi gemelas, un moguri y dos bangaas hermanos de color verde, cada uno armado de una manera distinta, aunque Setzelk era el que más cantoso resultaba a su lado: A pesar de que la hume fuera armada con una ballesta muy grande, y con hermosas ropas para el desierto, casi translúcidas, una de las vieras con una katana resplandeciente que llevaba en la mano, y una cota de mallas muy pesada, la otra llevaba un rifle, el moguri… desarmado completamente. No llevaba armas a la vista, e iba vestido como si fuera a darse un paseo por la ciudad. Uno de los bangaas llevaba una lanza, una alabarda concretamente, un poco oxidada por el paso del tiempo, pero bien afilada, preparada para despedazar a cualquier enemigo que se topen y por último el hermano de éste, un arco, arma muy poco común entre aquella raza de reptiles humanoides.

-Setz, ¿Qué quieres que hagamos aquí? ¿No íbamos a ir a llevárnoslo de la prisión arcadiana?-Preguntó la chica humana

-Sí, pero tengo unos asuntos pendientes con ciertas personas.-Contestó sencillamente.-Además, tenemos tiempo, pero hoy estaremos volando en algún barco volador, ya verás, Ahana. Además seguro que os gustará lo que voy a hacer hoy.-Dijo mientras echaba a andar y sus compañeros lo seguían en silencio. A medida que iban acercándose a la pradera, empezaron a aparecer las típicas criaturas de Giza como los pequeños conejos rondando por allí alegremente. Setzelk sonrió levemente al verlos, ya desde pequeño aquellas criaturitas le hacían gracia. Las que no le hacían ni pizca de gracia eran las mortíferas cocatrices, y menos si eran salvajes. Pronto llegaron al pequeño poblado nómada sin incidente alguno, sin embargo Setzelk no dejó de andar, aunque los otros compañeros se detuvieron un poco:

-Setzelk, descansemos un poco…

-No.-Respondió secamente.-No llevamos ni una hora caminando, y tengo que llegar allí antes de que anochezca, o nos perderemos el espectáculo.

-¿Espectáculo dices kupó?-Preguntó el moguri-¡Fuegos artificiales!-Exclamó alegremente

-No precisamente.-Dijo mientras volvía a andar. De nuevo, un silencio muy tenso se volvió a crear entre los compañeros, aunque no hubo queja alguna. Salieron del pequeño poblado, mientras unas hienas cobardes no se atrevían a atacarles por la superioridad numérica que ellos tenían. Tras una hora de camino, llegaron a una vasta extensión llamada “Campo de Ozmón”, donde Setzelk se separó un momento del grupo:

-Esperadme, ahora vuelvo…-Se fue unos metros más hacia al lado de unas rocas, que parecían una cueva mientras desenfundaba el espadón y gritaba:-¡Eh perezosos! ¡Despertad, despertad!-Empezó a dar golpes contra las paredes con el espadón mientras se oían como una especie de “Kwé” en el interior de la cueva, y se oyeron muchas pisadas pesadas. La humana se acercó seguida de los dos bangaas con curiosidad, mientras se oían las pisadas de más cerca. Lo último que pudieron ver fue que Setzelk esbozaba una sonrisa de satisfacción, cuando tres aves enormes de plumaje negro salían corriendo de la cueva, mientras Setzelk se guardaba el espadón en la espalda a toda velocidad y se montaba en plena carrera sobre los lomos de uno de los chocobos. El pájaro corría como un condenado, y daba saltos como si quisiera volar. Setzelk pegaba gritos de entusiasmo mientras dirigía al animal y reía muchísimo, sin caerse, aunque se balanceaba de un lado a otro por causa de los giros y saltos del chocobo, mientras volvía junto a sus compañeros, dando vueltas, hasta que el animal se cansó y dio por vencido. Aún encima del pájaro, se acercó a sus compañeros, aunque el animal se encabritó un poco, sin embargo el guerrero consiguió calmarlo con un movimiento de su cabeza. Las dos vieras estaban levantadas y con las armas preparadas para reaccionar si el chocobo negro se volvía agresivo.

-Setzelk, es peligroso, baja, son animales muy rebeldes-Advirtió una de las vieras

-¡Qué va! ¡Una vez se rinden son más mansos que un conejo de Giza ante una zanahoria!-Exclamó el joven mientras bajaba. Sin embargo el chocobo no se movió a pesar de no estar domado.- ¿Véis?-Ahana se acercó con precaución seguida de los dos hermanos bangaa.

-Ssssssstezelk, essssso podría haber ssssssido muy peligrosssssso casssssi un sssssuicido…

-A ver Tanuno, no, no hay problema, te estoy diciendo que es manso del todo.

-¿Llevas mucho tiempo domesticándolo, kupó?-Preguntó el moguri, curioso

-Hombre… un poco de tiempo, como un mes.-Ahana le empezó a acariciar el plumaje al chocobo.

-Qué bonito… cuando no están por la labor de picotearte vivo son muy majos. ¿Y cómo sabes que es el mismo que has estado entrenando todo este tiempo?

-Tiene una marca en la pata izquierda, una cicatriz.-Ahana miró la pata izquierda, pudiendo ver cómo una sutura surcabaun pequeño trozo de la pierna.-Se la hice hace tiempo, sin darme cuenta durante un encargo. Lo curé y bueno, digamos que se ha encariñado conmigo… cosa muy rara en un chocobo de su especie.-Empezó a caer el sol por detrás de las montañas. Setzelk maldijo:-¡Mierda! ¡Se nos ha hecho muy tarde! ¡Rápido, al poblado de los gariff, allí podremos teleportarnos a Rabanasta y coger el primer vuelo a Arcadis.-Los compañeros echaron a andar, mientras el chocobo se iba corriendo a otro sitio. Setzelk no pudo contenerlo y salió disparado en sus lomos, intentando frenarlo mientras le gritaba:-¡Maldito pajarraco! ¡Venga, que llevo un mes entrenándote y tú aún no sabes acatar órdenes! ¡Párate!-Sin embargo el chocobo seguía corriendo dando sus característicos sonidos. Setzelk no pudo contener más el equilibrio y cayó de su montura, dando varias vueltas en el suelo. Tanuno, su hermano y Ahana se acercaron corriendo a socorrerlo. Sin embargo, Setzelk se levantó, no sin esfuerzo, pero se levantó, rechazando la ayuda de sus amigos. Mascullando palabras por lo bajo, se fue caminando junto a los miembros de su clan, camino del poblado. Llegaron, de nuevo sin problema alguno. Ahana apoyó la mano en el hombro de su compañero:

-Si te sirve de consuelo, has hecho lo que ninguno de nosotros podría hacer, haber montado en ese pájaro.

-El problema es que es un animal incoherente.-Dijo Setzelk de mala gana. Una voz llegó a sus espaldas:

-¡Kupopóooooo! ¡Esperadme, maldita sea!-Era el moguri, que se había retrasado por causa de sus pequeñas patas. Los dos bangaas dieron una sonora carcajada, aunque Alhana y Setzelk procuraban no mostrar que aquello les hacía gracia. Pero las vieras, parecía que ni siquiera se inmutaban. Setzelk se sacó una pequeña piedra de la bolsa mientras se la lanzaba al moguri alcanzandola en el aire:

-¡Funo, cógela, nos vemos en el aeródromo!-Setzelk cogió la mano de una de las vieras y Alhana mientras le decía:

-Toca la piedra, Aleera.-Aleera tocó la piedra mientras un resplandor los rodeaba y aparecían en el cristal de Rabanasta. Aunque tuvieron la muy mala suerte de que los dos bangaas y la viera restante les cayesen encima, aplastándolos, y por último cayó el moguri encima de la montaña de cuerpos sentado.

-¡Kupó! ¡Vaya cosa, pareceis saltimbanquis!-Setzelk vociferó:

-¡Maldita sea, quitaos de encima, que perdemos el vuelo!

9.

- ¿Qué os han hecho, camaradas acuáticos? ¡Yo os vengaré!
- ¡Maldita sea, Fluss, deja de hacer el tonto! Sólo son cangrejos, no creo que estén tan turbados como para asesinar a dos chavales.
- ¡Les han ultrajado! ¡Han mancillado su honor, como criaturas del agua! ¡Del agua, entiendes! Son iguales que yo, seres nacidos del agua y… ¡No me fastidies, Krankheit!


Los cangrejos comenzaron a correr por la ribera del río sobre sus rojizas patas, lanzando burbujitas mientras la figura encapuchada les lanzaba patadas ciegas. Unos bufidos bastante graves atravesaban la negra capucha que envolvía al ser que pateaba a los crustáceos. La otra figura se quitó la capucha, mientras lanzada un sordo quejido al cielo iluminado por las estrellas. El brillo de los luceros iluminó parcialmente el joven rostro del hume: tenía el pelo de un color bastante claro, semejante al blanco, corto y de punta. La frente daba paso a unos ojos de un fuerte tono azul eléctrico que parecía congelar con solo aguantar la mirada. Una nariz continuaba la procesión de rasgos, redondeada y pequeña, seguida de una boca siempre cubierta por una risa de pequeños labios.
La túnica no dejaba ver el resto de su cuerpo, aunque éste parecía delgado y bastante alto. Seguramente el joven no tuviera más de 20 años.

Acercándose a él, la otra figura comenzó con otra retahíla de insultos, y le reprochó severamente:


- Maldita sea, Fluss, maldita sea… Tenemos que encontrar al tipo ése, o Monique se enfadará bastante… Ya sabes que no conviene cabrearla, maldita sea.
- Deja ya de maldecir, me pones nervioso. Seguramente ya no esté en el desierto; han pasado horas desde que encontramos al “Espíritu de Fuego” muerto, y no creo que tengamos mejor suerte con el “Espíritu de Hielo”.
- Monique nos lanzará ese “precioso regalito” nuevo si no conseguimos ninguna pista nueva… - dijo con voz grave y ronca, utilizando un tono mezcla de advertencia y amenaza.
- ¿Mientras buscamos, puedo sacar la botella de Viva Bhujerba?
- ¡Maldita sea, Fluss! ¡Pero si te emborrachas con el agua!
- Irónico, ¿no crees?


Las dos figuras volvieron a recorrer el desierto, bajo sus negras túnicas, en la oscuridad de la noche.

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La bulliciosa ciudad de Rabanasta refulgía bajo un sol de justicia. El comercio atraía a multitud de personas de todas las razas, formas y condiciones posibles, que solamente buscaban la mejor oferta en pescados traídos desde la Costa de Fon, o regateaban para luchar en la puja por unas rarezas imperiales. Todo el mundo se agolpaba y se empujaba para poder acceder a los ansiosos mercaderes de ojos brillantes ante la visión del oro.

Un hombre de larga melena rubia y trenzada perilla paseaba entre la multitud, abriéndose camino con cierta dificultad.

Un seeq bastante desagradable y maloliente le derribó contra un charco de barro, a la par que se rascaba el trasero y lanzaba un gruñido de enfado, como si se sintiera ofendido por el golpe propinado contra el hume.

El hombre se levantó, y se dirigió a una pequeña fuente con forma de exóticos peces de bocas abiertas que lanzaban chorros, con intención de lavarse.
El traje nuevo le había salido bastante caro: sus pantalones de cuero negro, y su camisa de tela negra eran dos prendas bastante extrañas en una región desértica, debido al inmenso calor que producían. Complementando estas prendas, unas grandes botas con acero, un cinturón de plateada hebilla y unos guantes negros que dejaban ver las palmas y los nudillos de la mano eran las piezas que conformaban el atuendo. Sobre ellas, aun reposaban algunas piezas de armadura: la mano izquierda estaba resguardada bajo un ornamental guante de afilados rasgos acerosos, con grabados arcanos, mientras que de la espalda reposaba una gran espada sujeta con una poderosa vaina atada con un cinturón enorme que atravesaba el pecho.

El agua corría cristalina, limpia y clara, cubierta de suaves ondas armónicas que las gotas provocaban al caer sobre la superficie líquida. En el suave bamboleo de las pequeñas olas, Barragen Coldberg pudo ver su rostro:
Todo el polvo que cubría su cara había desaparecido bajo las mareas del agua y el jabón, y ahora mostraba un rostro algo marcado por el tiempo y la estancia en prisión, aunque bastante mejorado después de una larga comilona que necesitaba hacía tiempo. También el cuerpo había notado mejoría después del banquete; ahora sus extremidades ya no le fallaban tanto al no tener energía con la que alimentarse.
El pelo, anteriormente revuelto y enmarañado, ahora era una melena que llegaba hasta los hombros, con un color rubio intenso que resaltaba los grandes ojos azulados.
En la barbilla, una pequeña barbita descendía formando dos trenzas que le daban un aspecto bastante extraño al sujeto.

Barragen había tenido mucha suerte: había logrado escapar, había conseguido unos cuantos premios del soldado al que cogió prestada la armadura, y también había obtenido suficiente vendiendo la propia armadura como para cambiar su aspecto. La coraza imperial estaba muy bien valorada en el mercado, y junto con los numerosos guiles que el soldado llevaba en una bolsita, el guerrero había podido vestirse, comer bien e incluso hacerse con unos cuantos objetos que le serían útiles en su viaje a Bhujerba. Tras eso, continuaría con un largo peregrinaje, hasta el lugar que fuera preciso.
Se limpió el trozo de pantalón que se había ensuciado, y se lavó el sudor que le caía por la frente.

Armado con una gran espada en la espalda, sabía que sería peligroso permanecer allí mucho tiempo; sin embargo, se había visto obligado a viajar allí debido a su falta de fuerzas. También imaginaba que podían estar buscándole o siguiéndole, y no sólo los soldados. Quizás también le buscaba algún clan.

Se puso de pie, y se dirigió a trompicones y golpes con la multitud hasta un cristal anaranjado que daba paso a una amplia extensión conocida como la Pradera de Giza. Desde su posición, podía ver unos conejos salvajes saltando alegres por el valle, ajenos al inmenso lobo que estaba situado tras ellos, acechante bajo las altas hierbas dispuesto a saltar en el momento preciso.
Sacando una pequeña bolsita de cuero de un bolsillo de su pantalón, Coldberg extrajo una pequeña piedrecilla que brillaba siniestramente con tonos cálidos y resplandecientes. Bhujerba quedaba lejos, pero no le costaría nada llegar a un sitio en el que ya había estado gracias a las teleportitas.

8.

-¡Te julo que he visto un Clisosaurlo plelsiguiendo a dos mamarrrrachos!
-Que si, que te creo. Anda deja de beber ese asqueroso anís de molbol, estás borracho.
-¡Borrrasa tu madre!

Dos humes jóvenes estaban sentados a la luz de una hoguera bebiendo de una mugrienta petaca. Era de noche y la luna se elevaba lentamente sobre el horizonte del largo río.
Eran dos chicos aburridos del monótono desierto y cansados de trabajar con sus padres así que cogieron lo primero con alcohol que vieron, unos muslos de lobo y se fueron a cenar fuera de casa.

-Ya verás cuando te vea tu padre así-dijo el más sobrio de los dos.
-¡Qué le jodann a mi padle, Jäger!-gritó el otro balanceándose-¿Sabess qué le diré cuando vuelva? Que me voy a Rlabanasta a vivirl mi vida, estoy halto de vivir aquí.
-No digas tonterías, aquí no vives mal del todo Landwirt-intentó calmarle-Tienes una casa, comida y una hermana que está como un queso.
-¡Veste a la mielda, hablass igual que él!- le contestó intentando ponerse de pie-Me voy a mearrl.

Landwirt se dirigió a la orilla haciendo eses y arrastrando los pies torpemente. Jäger no pudo contenerse una carcajada, a pesar de que su amigo estaba borracho como una cuba, sobre todo cuando cayó de morros en la arena una vez.

-¿Qué os pasa?¿no sois animales de agua?- hablaba a unos cangrejos mientras orinaba-¡Morid hijos de puta, soy el puto amo, esstoy por encima de vosotros!
-Landwirt ¿qué haces?-le gritó a su comprañero al ver que hablaba solo.
-Mear a unos cangrej…¡Ahhh!-gritó súbitamente.

Un cangrejo le había agarrado y apretaba con fuerza en el dedo gordo de su pie. Con lo borracho que iba pegó un salto del dolor y cayó redondo a la húmeda arena. El cangrejo, como si estuviese satisfecho, soltó el dedo y se fue a una roca lentamente. Con su orgullo herido, Landwirt corrió hacia la hoguera que habían montado, cogió un palo a medio quemar y volvió a la roca por la que el cangrejo se había escondido.

-¡Vamos sal si te atleves!-decía atizando la porosa piedra con el palo-A mi nadie me hace daño y se va de rlositass.
-Va Landwirt deja eso y volvamos a casa-dijo Jäger comenzando a andar hacia el campamento con los ojos rojos de sueño.
-¡Jäger, espera, no te vayas!
-Nooo, habertelo pensado antes de batirte en duelo con ese cangrejo.
-¡Joder Jäger ven! Aquí hay un tio medio muerto.

Al oir esas palabras Jäger se lo tomó como otra broma de mal gusto pero al girar la cabeza vio a un hume adulto en la orilla del río, mecido por las pequeñas olas.

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-¡Padre, está despertando!

Poco a poco fui recuperando el sentido. La luz de un candil me hacía daño en los ojos. Tenía un tremendo dolor de cabeza y no sabía dónde estaba.

-Eh chico, ¿qué tal estás?-me preguntó un hombre adulto.

Tenía una gran nariz, una oscura barba de un mes al menos y unos ojos marrones. Poseía una gran musculatura y llevaba un delantal metálico atado al cuello.
Yo estaba en una mullida cama, pegado a las sábanas por el sudor y a parte de aquél hombre había dos chicos a cada lado del camastro. A la izquierda había una pequeña mesa con una palangana y unos trapos mojados.

-No te muevas, has perdido mucha sangre-me dijo aquél hombre de amplia nariz.
-¿Dónde estoy?-pregunté yo aturdido.
-Mi hijo y su amigo te encontraron en la playa y te trajeron aquí. Tenías un corte en el vientre y lo he curado como he podido.

Antes de que él acabase la frase me llevé una mano cerca del ombligo y noté una línea que me atravesaba desde el estómago hasta el pecho. Presa del miedo me levante pero los músculos del barbudo me apretaron con fuerza. Intenté liberarme pero fue inútil, de un codazo tiré la palangana y el agua que había dentro es esparció por el suelo y sin querer pegué un puñetazo a uno de los chicos. Cuando al fin me calmé caí desplomado sobre el colchón de puro cansancio y respiré hondo.

-Perdone- intenté disculparme-no se qué me ha pasado, perdona por el golpe chico.
-No importa-habló de nuevo el adulto-Se la merece, a ver si así se despeja de la borrachera-dijo echando una mirada fulminante a su hijo-¿Qué hacía en la playa así?
-No sé-una niebla cubría mis recuerdos- No me acuerdo de nada. Salvo que…-dije cuando un recuerdo vino a mi mente-Dejadme un espejo por favor.

Un chico abrió un cajón de la mesilla y sacó un trozo de espejo con las aristas romas y me lo dio en la mano. Me miré rápidamente: Mi lisa melena negra, ahora revuelta por el sudor, mis pequeños ojos marrones, una cicatriz en el carrillo derecho que me hice de pequeño…No tenía heridas en mi cara, pero había algo que faltaba. Me palpé el cuello y me entró el pánico.

-¡Mi collar!-grité desesperado-¿No tenía un collar cuando me encontrastéis?
-Me temo que no señor.
-Debo irme-dije incorporándome de nuevo. Pero los puntos de la herida se me abrieron y me retorcí del dolor.
-¡Quieto chico! Vas a terminar matándote tú sólo. Quédate por lo menos esta noche aquí. Mañana podrás irte.


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-Así que te vas de verdad.
-Sí, debo encontrar ese collar, es muy importante.
-No puedo retenerte aquí, cada uno elige su propio camino.
-Algún día te devolveré el favor.
-No tiene importancia, a un herido siempre hay que atenderle. Por cierto, no me has dicho tu nombre.
-Ouragan, mi nombre es lo único que puedo darte por ahora, espero que volvamos a vernos.

7.

Una mancha negra que surcaba los azulados cielos de pronto cayó fulminada al suelo. Con un ruido ahogado por las arenas, el buitre se situó junto a un montón de cuerpos de otros salvajes animales de las dunas.

El rojizo bangaa no tuvo tiempo de seguir mirando el montón, comenzó a apretar el paso cuando volvió a oír el ruido del cañón del arma de fuego disparándose. Una ráfaga de perdigones aterrizó muy cerca de su pie, desequilibrándole y elevando una pequeña nube de desértico polvo. Cuando se recuperó del traspié, reanudó de nuevo la carrera a lo largo de las arenosas colinas, fijándose en la pequeña figura que iba casi tan rápido como él.
Un pequeño moguri, de blanco pelaje ahora manchado por la frenética huida y rojiza bola lanzaba pequeñas zancadas con sus diminutas patitas, intentando seguir a duras penas los pasos del enorme hombre lagarto al que acompañaba, ayudado por las pequeñas alitas de murciélago que tenía a la espalda.

Una gran caída les devolvió a la realidad, mientras rodaban por las montañas de piedra pulverizada. Oyeron un último disparo, seguido de una blasfemia y de un chocobo que lanzaba un característico grito.
Poco a poco, los dos pícaros dejaron de rodar. El bangaa se levantó furioso y comenzó a gritar al tiempo que escupía la tierra que se almacenaba en su boca:

- Eresss un essstúpido, Lacklar – siseó furibundo- Teníasss que hacer que nosss persssiguieran para intentar matarnosss.
- Oye, yo no tengo la culpa, kupo. Si resulto tan atractivo y las mujeres me quieren, yo tengo que complacerlas, ¿o no, Shalishsask, kupo?
- ¿Y por ello tenías que hacer lo que no debías?- El bangaa ya se encontraba más relajado, cosa apreciable en su falta de redundancia en las eses. Cada vez que Shalishsask se exaltaba, comenzaba a redoblar la consonante, confiriéndole un timbre similar al de una gran serpiente.

Acto seguido, todo lo ocurrido en esos fatídicos días comenzó a arremolinarse en su mente:

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El calor del desierto apretaba, y las arenas quemaban los pies. Pero a pesar de ello no podían dejar de correr. Lacklar y Shalishsask iban gritando por el desierto, corriendo por las arenas mientras intentaban despistar a su perseguidor. El enorme clisosaurio rugía enfurecido mientras intentaba alcanzar con sus lentas zancadas a los dos insignificantes bichos que le habían molestado.

- ¿No había nada mejor que molessstar al reptil mientrasss comía? ¡Todo por tu culpa!
- ¡Oye, no es mi culpa que se tomara a mal mis insinuaciones sobre su peso, kupo! Seguro que su “clisosauria” también opinaba lo mismo, kupo.

Sin tiempo para discutir, el bangaa señaló unas pequeñas montañas de firme roca donde podrían despistar al gigantesco dinosaurio. Apretando el paso, llegaron a la sólida formación habitada por algunos lobos pequeños y unas cocatrices que huyeron despavoridas al ver acercarse a la enorme bestia verdosa.
Las estrechas paredes de piedra permitieron pasar a los aventureros en su lucha contra las fauces, al tiempo que impedían a estas traspasar el umbral rocoso. Con un fuerte rugido, el furioso clisosaurio lanzó una nube de arena, saliva y restos de carne que prácticamente envolvió al moguri y sepultó hasta la mitad al rojizo lagarto. Con una sonora risa, el pequeño ser de blanquecino pelaje salió de la arena gritando con alegría, mientras su acompañante resoplaba.
Saliendo de la arena, la singular pareja se adentró entre las formaciones.

- ¡Mira! ¿Aquello no es un campamento, kupo? – comentó el moguri, agitando la bola de su cabeza en un alegre cascabeleo- Podríamos comer y dormir, y llegar a Rabanasta mañana.
- No es mala idea… Acerquémonos.

El campamento únicamente consistía en seis tiendas de campaña montadas sobre la arena a la sombra de una gran palmera. El dueño era un comerciante hume barbado, de tez morena y cara de pocos amigos, aunque bastante alegre una vez se le convencía de las buenas intenciones. Con una voz bastante grave y áspera, habló a ambos:

- Bienvenidos. Me llamo Kahlsu, y soy un comerciante. Podéis pasar la noche aquí con nosotros; mañana nos dirigimos a un campamento mayor que habita en el interior del desierto. Pero os advierto, que mientras habitéis aquí, no podéis acercaros a mis sirvientas.

Con una desdentada sonrisa, levantó una mano para señalar a tres doncellas que atendían diversas labores: una joven viera, de suave piel bronceada y cortas orejas que sacaba agua de un cercano pozo; una hume de corta edad que recogía unos frutos que había por el suelo cercano a la palmera, y una seeq que preparaba una gran olla. Con una gran sonrisa, el moguri agradeció la hospitalidad, y se dirigieron a su tienda.
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El bangaa no podía dormir. Su compañero había salido hacía mucho rato, y no sabía nada de él. Sin preocuparse en exceso, se dio media vuelta dispuesto a conciliar el sueño, cuando unas palabras ahogadas le llegaron: “Kupoo, kupooo, kupooo… ¡Copóooooooooooooooooooooooooooon!”, tras las cuales vino un sonoro golpe y unas enormes risas y gemidos.
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Lo siguiente que el bangaa recordaba era la persecución con el trabuco y la caída por la colina.

- Tenías que acostarte con una sirvienta…-dijo Shalishsask con voz queda y entrecortada. El moguri continuaba sacando arena de su oído, y sólo llegó a captar un “…dido enfermo”- Al menos dime que no fue con la seeq.

Todo el moguri enrojeció de pronto, desde la punta de sus pies hasta la bola que ornaba en su cabeza. “No es mi culpa el que me gusten mayores que yo” dijo con una risa el moguri.

Sin tiempo para risas, un rugido enorme les sacó de su ensimismamiento. Bajo ellos, el gigantesco dinosaurio rugía furioso contra aquellos que violentamente habían aterrizado en su espalda.
Sin tiempo para nada, nuevamente los dos aventureros volvían a correr por el desierto, igual que al principio.

6.

Deonyn, cazador desde los diez años, llevaba el fino y elegante arco atravesado por el hombro y el carcaj de toscas flechas sobre la cintura y una bolsa al hombro que arrastraba pesadamente por la arena, como era lo normal, cargando su preciadísimo botín de pieles de lobo; aquello debía de valer toda una fortuna.

No era atractivo en absoluto, el atractivo que demostró en su juventud se desvaneció por las muchas cicatrices que surcaban su cara, llevaba el negro y oscuro pelo lo más largo que podía, para ocultar su horrible cara, tal vez lo único que tenía medianamente bonito eran unos ojos marrones profundos y opacos. Era muy alto y delgado, de unos veinticinco años más o menos, las manos eran grandes y alargadas, llenas de callos y ampollas, por el continuo manejo del arco, las uñas prácticamente cortadas simétricamente y muy sucias. Iba vestido con unas ligeras ropas del desierto, para no sudar mucho y poder moverse lo más rápido que pudiera, para escapar de las fieras del desierto, ya fueran lobos, tiranos o hienas, daba igual, él los cazaba y vendía, o en el caso más extremo, huía de ellos, tenía un ingenio extraordinario, y una puntería igual de increíble para ser un humano.

Empezó a subir una de las múltiples dunas que lo rodeaban, mientras oteaba el horizonte lo mejor que podía, con una mano en la frente para que el intenso y caluroso sol del desierto no lo cegase. Una pequeña manada de lobos lo esperaba abajo, mientras se comían… algo que no llegó a distinguir. Cargó el arco con una de las múltiples y toscas flechas que llevaba en el carcaj de cuero, mientras apuntaba lo mejor que podía.

-Vamos Deonyn… no puedes fallar…-Se advirtió a sí mismo. La distancia entre él y la manada de lobos era de, por lo menos, cien metros. Eran tres lobos más o menos pequeños, dos más grandes… y uno enorme. Ése debía de ser el macho alfa. Debía de ser su blanco prioritario: Disparó la flecha contra el mortífero animal. El proyectil salió disparado veloz contra el enorme depredador, clavándose en el gran costado, de donde empezó a manar sangre. El lobo levantó la cabeza y los otros con él, con un aullido de dolor, y se lanzó a la carrera contra Deonyn, la camada entera empezó a correr tras el líder.

El cazador volvió a cargar una flecha en el arco, ahora menos de sesenta metros los separaban, volvió a lanzar. La flecha derribó a uno de los lobos pequeños, haciendo que éste, con la flecha clavada en uno de los ojos, tropezase y muriera en la cálida arena. Sólo quedaban cinco lobos más el líder, que estaba terriblemente herido… Cuarenta metros, eran tremendamente rápidos comparados con otros a los que se había enfrentado anteriormente. Cargó otra flecha y disparó otra vez con un zumbido, derribando a otro de los medianos. Cuatro lobos… sólo los separaban treinta metros, le daría tiempo a cargar otra y saldría huyendo…

Otra flecha salió zumbando del arco, derribando así a otro de los pequeños, y echó a correr colina abajo por donde ya había venido, esperando que no lo alcanzasen. Pegó un traspiés y salió rodando colina abajo, mientras los otros animales ya habían llegado encima de la colina y cargaban contra él. Una vez dejó de rodar cargó otra flecha y la disparó, abatiendo a al último de los lobos medianos. Sólo quedaban dos… además uno estaba herido. Los separaban como unos… veinte todavía. Cargó otra flecha y mató al último de los lobos, sólo quedaba el macho alfa.

La enorme criatura se alzaba ante él amenazadora y rugiendo enfurecida, por la muerte de su manada y su herida en el costado. Lanzó un mordisco contra el cazador, que cerró los ojos mientras lanzaba un puñetazo con una flecha entre los dedos índice y corazón, sirviéndole como una pequeña daga. El golpe dio en su blanco, en la garganta del lobo, levantando la cabeza con pasmosa fuerza, aunque la criatura aún vivía, pero perdía sangre muy rápidamente. Murió de forma sangrienta y dolorosa, la sangre del cuello se derramó sobre la cara de Deonyn, con un tacto espeso y cálido, como el del vino.

Su respiración pasó de ser entrecortada a ser más tranquila, al ver que la criatura estaba ya muerta. Miró arriba donde estaba su bolsa con las pieles. Allí estaban, intactas. Respiró aliviado, no le haría ninguna gracia perder aquella mercancía.

Subió colina arriba, ciertamente molesto por la caída que tuvo. Justo cuando llegó arriba, un buitre cogió la bolsa llevándosela a donde estaban comiendo los lobos.

-¡¡Maldito pajarraco!! ¡¡Hijo de puta, devuélveme mis pieles!!-Cargó una flecha en el arco, y disparó, matando al buitre y cayendo entre los cadáveres.-¡Y como siempre, cien puntos!- Echó a correr colina abajo… dando un traspiés de nuevo, rodando y dando volteretas, atropellando a todo lo que se encontraba por delante, pasando por encima de los cuerpos de los lobos y terminando en el llano donde estaban los mugrientos cuerpos. Se empezó a quejar:

-Ay… cre… creo que me he roto algo…-Entonces sacó el arco de debajo de la espalda, que estaba partido en dos. Lanzó los dos pedazos de madera a un lado con gran pena. Levantó la cabeza y vio un cadáver carbonizado en medio de todos los cuerpos de animales que estaban allí tirado.-A saber quién fue el animal que organizo esa masacre…- Reconoció que el cuerpo carbonizado era de un hombre, bípode… un Bangaa a juzgar por la cola. Otra muerte en el desierto, nada nuevo. Y sin darle más importancia, echó a andar hacia la ciudad más próxima, al fin y al cabo… todos los caminos llevan a Arcadis.

5.

La tierra retumbó a los pies de todos, y una gran explosión hizo saltar una puerta del almacén. El fuego aumentó la temperatura del aire que rodeaba el edificio, y varias personas salieron corriendo despavoridas, asustadas por la aparición de las flamas, e incluso hubo gente que abandonó los edificios cercanos para ver el origen del inmenso ruido. Incluso de construcciones lejanas, como la taberna, salió una multitud dispuesta a ver qué ocurría.

Una hilera de seres encapuchados apartó a la reunión de personas que se agolpaban en la puerta, mientras que una joven mujer se escabullía entre el bullicio para dirigirse a un cristal naranja situado frente a la Pradera de Giza. Corriendo, tocó la anaranjada superficie y desapareció.

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Barragen levantó la vista del polvoriento suelo de las ruinas. A su alrededor, en la misma estancia, se encontraban dos seeqs que habían perdido una considerable masa corporal debido al hambre y a los indiscriminados azotes realizados con lamias- terribles látigos anillados que arrancaban la carne y provocaban un sufrimiento atroz- por parte de los soldados imperiales. El hombre miró sus manos, sucias y cubiertas de tierra pegada con el sudor del desierto, y se decidió a ir a un pequeño pozo que se encontraba en el centro de una plaza. El agua llegaba a un nivel bastante alto, y el hombre pudo mirarse en el reflejo que le proporcionaba el extrañamente cristalino líquido.
Tenía un aspecto bastante descuidado: el pelo se encontraba largo, enredado y lleno de mugre, unido a una barba también manchada de suciedad y vómito ocasionado por las cosas que debían comer para sobrevivir en aquella prisión. Apartando el pelo que le caía sobre los ojos, vio que su mirada estaba vacía, y sus azulados iris no transmitían ningún impulso de vida. Su nariz era redondeada, pero no pecaba de ser descomunal ni achatada, ni estaba aplastada contra la cara. La gran espesura de pelo que se acumulaba bajo ella tapaba una boca amplia, mientras que una gran herida surcaba la mejilla derecha; ocasionalmente, esta herida se abría y sangraba, especialmente cuando ejecutaba un movimiento brusco o recibía algo más fuerte que una caricia. Y las caricias no eran algo que abundara en la prisión: era una pelea contra otro hume y un seeq bastante apestoso la causa de la herida. Su cara estaba manchada, y cubierta de polvo y heces de seeq, producto del ser que peleó con él.
Barragen quería lavarse con esa agua y quitarse el olor a excremento, pero su cuello sería colgado del primer arco de portalón que encontrarán los presos si ensuciaba el agua que les mantenía con vida. Además, la peste era disimulada por los otros aromas sutiles que encerraba la mazmorra: sangre, putrefacción de cadáveres, esencia de molbol para experimentos imperiales…
Su cuerpo comenzaba a mostrar los signos de los pulverizados huesos, que empezaban a marcarse bajo una piel exenta de músculos: estaba famélico, debido a las continuas peleas en busca de sobrevivir, las eventuales luchas que organizaban los soldados para divertirse, y la falta de una nutrición adecuada. Mientras tanto, sus ropas comenzaban a desteñirse más allá del tono marrón arenoso que habían adquirido, y a rasgarse con asombrosa rapidez.
Pero, aunque su cuerpo continuaba demacrándose con el tiempo, su mente permanecía intacta. Y con su mente, su alma.

Un bangaa se acercó a él.
- Ven, Coldberg. Han venido unossss nuevossss amigossss - dijo el bangaa- Ven, quizássss te interessse ver a la amiga que va con ellossss: una viera.
- ¿Una viera? ¡Nunca habían traído una!

Barragen estaba emocionado. Hasta ahora, las pocas vieras que había visto habían desaparecido casi repentinamente de su vista, y ahora tenía la oportunidad de ver una de cerca. Según había oído, las vieras poseían “dotes naturales” que resultaban muy interesantes.
Siguió al bangaa de rojiza piel. Medía dos metros y un palmo, y presentaba una fuerte constitución musculosa provista de unas escamas que le protegían. Sus ropas, en contraste con los brillos de su piel de reptil, era de un color verdoso, cubriendo la parte inferior de su cuerpo, mientras una banda atravesaba su pecho en una franja de un azul oscuro.
Avanzaron hasta unos amplios corredores cubiertos por completo de guardias armados. Entonces, la vio. Era una bella viera, de sinuosos ondulados en su cabellera blanca. Cubriendo su cuerpo estaba una negra armadura, que dejaba al descubierto su vientre. Lo más destacable de ella eran sus dos graciosas orejas de liebre: eran de pelaje blanco en la base, y a medida que ascendían se convertían en oscuras hasta llegar al negro azabache. Portaba un curioso arco, que sin duda no había sido confiscado debido al atractivo de la portadora. Junto a ella, se encontraban un jovencito rubio bastante delgado y un tipo alto y estirado que vestía con buena planta. Mientras que el chico rubicundo llevaba una espada, el tipo de largas patillas sostenía en su mano una pistola.
Iban ocultos en las columnas, agachados: buscaban las sombras y los puntos ciegos de la visión para pasar desapercibidos. Planeaban huir.

- Acabo de tener una idea, reptil. Una idea para salir de aquí –anunció feliz el hume que observaba la escena, sonriendo por primera vez en varios años.
- Cuéntame tu idea, Coldberg… ¡Pero deja de llamarme reptil!- dijo enfurecido sacando la lengua y agitándola como si fuera una serpiente. Tras esto, ambos estallaron en una carcajada, y comenzaron a cuchichear.
La compañía de tres personas había desaparecido por una gran puerta.

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El preso se acercó corriendo a un soldado, y sin mediar palabra golpeó el casco del mismo. Después, comenzó a correr en dirección opuesta, como si todo aquello no fuera más que un juego. El soldado comenzó a perseguirle, sin desenvainar la inmensa espada que colgaba de su espalda, y dobló una esquina en dirección a la estrecha callejuela donde el preso había entrado.

Al girar en dirección derecha, el soldado chocó con varios centenares de músculo y escamas, y un fuerte abrazo lo elevo hasta unos ojos bastante enfadados y una lengua que se movía velozmente.

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Un bangaa, atado de manos y con grilletes en los pies, se acercaba acompañado de un soldado de gran envergadura y espada hasta una puerta de colosales dimensiones. Apostados delante de la misma, se encontraban dos soldados cubiertos por unas brillantes armaduras metálicas. Uno de ellos avanzó un paso y habló, levantando ligeramente la visera del casco para permitir una audición clara:
- Alto. Motivo del paso.
- Llevo este preso a Rabanasta. Una vez allí, será entregado a los soldados pertinentes y puesto en libertad bajo una fuerte sanción. El prisionero es el número 17398, detenido por un altercado con los miembros de un clan selecto conocido como “Alas rojas”.
- Está bien, puedes pasar.

La puerta de madera se abrió, dejando entrar una gran ráfaga de luz que cegó momentáneamente a todo aquel situado en ese pasillo. Fuera, las arenas del desierto se movían bajo una leve brisa que otorgaba frescura a la aridez del desierto, mientras que a lo lejos se veían unas cuantas montañas y una gran tormenta de arena que parecía estancada en un mismo punto. El prisionero y su carcelero avanzaron unos pasos hacia el exterior, cuando un grito mezclado con un furioso siseo invadió el aire, ahora viciado con un calor aun más insoportable y el penetrante olor a carne quemada. El bangaa cayó de rodillas al suelo, mientras toda su espalda y el lado derecho de su cara quedaban ennegrecidos y calcinados. La sangre comenzó a brotar del ser herido, y el soldado que lo acompañaba se giró, furibundo, para ver como el soldado aun mantenía un brazo en alza, sujeto en el codo por el brazo izquierdo, mientras que de su mano salía un pequeño vaporcillo blanco, residuo de un hechizo ígneo. Riendo, dijo con una voz bastante profunda y grave:

- Al menos, que aprenda la lección de forma que no vuelva a cometer perjurios contra el Imperio. Ahora llévatelo de aquí, arrójalo cerca del cristal y que llegue el solito.

Enfurecido, y sin poder dejar de mirar al soldado que lanzó el hechizo, la otra armadura recogió al herido ser y, pasando un brazo bajo el poderoso hombro, cargó con él mientras marchaba lo más deprisa que podía, intentando controlarse para no lanzarse contra el despreciable guerrero. Bajando la pequeña colina, se adentraron en las finas arenas.

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Arrastrando las piernas del bangaa herido, Barragen volvió a auparle sobre sus hombros y avanzó un poco más en dirección al cristal ambarino que tenían enfrente. Comenzó a rebuscar dentro de su coraza, hasta que encontró una pequeña bolsita de cuero. En su interior, se encontraba un buen pellizco de dinero, un pequeño pergamino enrollado, unas escamas doradas con brillos azulados y tres pequeñas piedrecillas que resplandecían en un misterioso brillo, aumentado progresivamente a medida que se aproximaba a su destino. Comenzó a dar ánimos a su compañero a la vez que se quitaba el casco y lo lanzaba contra un cactus, que comenzó a huir despavorido en una carrera que se asemejaba a un baile.

- Venga, compañero. Tienes que aguantar, maldito reptil – dijo el hume, haciendo un último esfuerzo por llegar. Había perdido mucha fuerza, y el hombre lagarto pesaba bastante más que un hume normal – En cuanto lleguemos, acudiremos a una posada, y te tomarás unas cuantas pociones. Enseguida te curarás.
- Déjalo, camarada – dijo entre estertores la voz silbante – Ya no me queda… Coff, coff… Ya no me queda mucho tiempo. Ha sssido un verdadero placer haber trabajado contigo. Cuídate mucho, y llévate essste colgante – anunció arrancando de su cuello un trozo de cuerda con una gema tallada en forma de diente de color verdoso oscuro, mientras sus labios comenzaban a escupir sangre a un ritmo lento.

Tras esto, un grito surcó las dunas, arrasó con el viento y asustó a una pequeña colonia de floridos cactus, que comenzaron a bailar nerviosos. Los lobos del desierto y los buitres comenzaron a acercarse al gigantesco ámbar, dispuestos a darse un festín.

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Los cuerpos de los lobos y las plumas de los buitres llenaban el suelo arenoso, mientras este cubría todo en un suave viento que crecía. Junto al anaranjado cristal, el cuerpo de un bangaa era inspeccionado por una joven de 19 años.

- Así que Shakejrolhom ha caído… Supongo que no pudo defenderse de su atacante; es una pena que haya caído un guerrero tan valioso y que habría servido tan bien. Bueno, “el muerto al hoyo…”

Extendiendo un brazo, este brilló con un aura carmesí y el cuerpo, instantáneamente, comenzó a prenderse. En unos minutos, todo el cuerpo estaba cubierto de un intenso fuego que devoraba la carne y crepitaba en una incesante danza de destrucción, mientras la rubia figura observaba las llamas al tiempo que comenzaba a sonreír.

- Visto lo visto, es hora de que los “cazadores” encuentren a su “presa”… Voy a buscarte, Barragen Coldberg.

4.

No muy lejos de la sede del clan “La noche sangrienta” se encontraba la casa mágica Yugri. Las paredes tenían estantes repletos de libros, muchos de los cuales no estaban escritos en lenguajes traducibles en el momento y se vendían únicamente a los coleccionistas.

Un viejo y bajito nu mou estaba observando los libros de una estantería cercana a la entrada. Llevaba una vara de oro macizo y vestía una túnica violácea que le cubría todo menos el hocico. No le gustaba mostrar la cicatriz de la herida que recibió muchos años antes en el ojo derecho.

Todo pasó muy rápido. Una mañana abandonó el monte sagrado de Bur-Omisais para poder entregar una mercancía a los encargados de vigilar el tempo de Miliam, y se vio envuelto en un campo de batalla. Lo único que recordaba de ese momento era el caer de un misil del Ifrit, una de las naves del imperio Arcadiano, en sus proximidades. Una vez despertó se encontró en el palacio de Rabanasta. Había sido curado por una viera bastante amable.

La ciudad era un lugar muy rico en cultura y conocimientos diversos, así que se propuso vivir allí unos cuantos años y volver algún día al monte a ver a sus seres queridos.

- ¿Qué está buscando, Séneca? – preguntó un niño hume a su lado.

Era Mendoza, un joven que empezó a seguirle unos años atrás al ver cuánto sabía sobre la magia; y que ahora le servía de lazarillo. Séneca se sentía muy orgulloso de estar transmitiendo sus conocimientos a ese joven, pues aunque avanzaba despacio tenía muchas ganas de aprender.

- Nada en especial. – contestó el nu mou con una voz suave. – Quería comprobar si habían traído los libros que encargué.

- ¿Quiere que le acompañe a casa? – preguntó Mendoza. – Mi padre me ha pedido que le ayude en la taberna.

- Oh, sí, por favor. – respondió tosiendo el nu mou. - ¿Te importaría traerme mañana una heliocita de la Pradera de Giza?

- Lo traeré. – dijo firmemente el chico mientras abría la puerta de la tienda.

Estaba anocheciendo, y las partes iluminadas de la ciudad desprendían belleza. Séneca siempre había enseñado a Mendoza a apreciar la belleza y a despreciar la guerra. Eso había hecho que su padre se enfureciera más de una vez por no ayudarle con los encargos de la captura de escorias.

Caminaron hacia el sur del barrio bajo de la ciudad. A pesar del mal estado de la iluminación no tenían problemas en ir hacia la casa de Séneca ya que se sabían el camino de memoria. Una vez llegaron se despidieron formalmente y el chico corrió hacia la taberna de su padre.

El padre de Mendoza siempre había llevado una vida humilde, lejos de las armas y el dinero. La taberna estaba empezando a ser fuente de prosperidad desde la invasión arcadiana, y le dedicaba más horas al trabajo que a la educación de su hijo pequeño. Conocía al viejo Séneca, y no le caía mal del todo, pero no le gustaba que su hijo se estuviera volviendo débil por culpa de esos ideales.

Una vez entró en la taberna notó que le costaba respirar allí dentro. Caminó entre las mesas hacia la barra, y pudo vislumbrar algunos grupos de piratas del aire que se encontraban borrachos, probablemente a causa de la celebración por haber encontrado algún buen botín.

- ¡Hijo! – gritó el padre de Mendoza agarrando una decena de platos apilados entre los brazos. – Necesito que vayas al almacén y me traigas todas las cajas verdes.

El niño se encaminó hacia la puerta del almacén.

- Has estado con el nu mou, ¿verdad? – preguntó su padre.

- Sí. – respondió sin mirarle.

- No me importa que vayas con él, pero creo que deberías entrenarte más con la espada para poder conseguir algún oficio de provecho en el futuro. – indicó. – Mírame a mí. No toqué un arma en la vida y tengo que trabajar en esto. No quiero que seas débil, hijo.

Mendoza abrió la puerta y la cerró de golpe una vez entró al almacén.

- “Débil”. – pensó.

El almacén era bastante grande en comparación con la taberna. Varias columnas de cajas apiladas hacían pequeños pasillos por la oscura habitación.

Cogió una gigantesca caja verde, que no pesaba demasiado, pero su tamaño impedía que pudiera coger otra más. Tendría que hacer varios viajes.

Una vez se dio la vuelta vio algo resplandeciente caer del techo: hielo. Levantó la vista y pudo ver cómo caía un flan de hielo sobre él. Por suerte la caja se llevó el golpe y pudo esquivarlo.

El monstruo se acercó poco a poco hacia Mendoza. Hacía unos años que solían aparecer monstruos en el almacén, pero su padre conseguía evitarlos usando repelentes. El monstruo mostraba una mirada de victoria. Probablemente había pensado que un niño hume era una presa fácil.

Mendoza se echó hacia atrás, tembloroso. El monstruo se iba acercando hacia él y se estaba quedando acorralado. De pronto el niño se detuvo.

- No soy débil. – trató de autoconvencerse.

El flan de hielo estaba a escasos centímetros de él y abrió su enorme boca viscosa, haciendo que su cuerpo alcanzase unos tres metros de altura.

- Fulgor. – murmuró el niño alzando la mano hacia el frente.

3.

Setzelk se levantó de su mesa mientras dejaba la jarra de cerveza encima de la superficie con un basto golpe del brazo, haciendo gran ruido. Una joven tremendamente atractiva y seductora entró en la taberna con una escolta más bien concurrida, aunque los hombres eran muy altos y tenían un porte misterioso y siniestro. La mujer empezó a dar una pequeña tertulia, aunque no escuchaba atentamente captó ciertos detalles; como el que iban a asaltar una prisión para reclutar a alguien… No le importaba lo más mínimo todo aquello, además de que ya estaba aburrido. Se levantó dejando la silla hacia detrás con un sonoro ruido de la madera al arrastrarse contra el suelo, aunque no se oía absolutamente lo más mínimo por el barullo que había en la taberna. Dejó los guiles que le costó su bebida y se marchó de allí apresurado por la presencia de esos individuos.

Ya en la concurrida calle con gente de todas las etnias caminando apresuradamente a sus negocios, hogares o daban un calmoso paseo, aunque curiosamente todos o al menos, la mayoría llevaban armas, ya fueran espadas, dagas, bastones, arcos e incluso rifles, eran tiempos difíciles para todos los habitantes de una ciudad, y Setzelk no era una excepción.

Era un hombre humano de gran envergadura, aunque tremendamente delgado, demasiado grande para ser dalmasquino, más bien parecía ser descendiente de un Garif, mas era humano puro. El pelo bastante corto y castaño, vestido con una cota de mallas completa, adornada con el blasón de su clan; “La noche sangrienta”, un cruento clan de guerreros de todas las razas siendo ellos unos pocos de los guerreros más cruentos de todo Ivalice, dispuestos a todo por cazar a su presa.Unas botas de cuero rojo y una enormísima espada a su espalda, muy larga, aunque no ancha, mas era férrea como acero templado. Setzelk echó a andar calle adelante, mientras algunas personas se fijaban en su gran espadón, hasta que finalmente consiguió llegar a la Ciudad Baja.

Allí había menor cantidad de gente, y la delincuencia abundaba por todos los rincones, aunque allí vivían la mayoría de los ciudadanos. Pasó por delante de una plaza con tres o cuatro mercaderes sentados en el suelo anunciando sus escasas mercancías:

-¡Las mejores ganancias para el aventurero, espadas, pociones, antídotos, amuletos, lo tengo todo!

Otro gritaba:

-¡Tengo de absolutamente todo; todo lo que deseen aquí!- Setzelk pasó olímpicamente por alto su presencia, hasta que llegó a un pequeño callejón, donde una espada se posó en su espalda con la punta. El que lo hizo debía de estar loco de remate, atacar a un hombre de tal envergadura y con un espadón como aquel… un verdadero suicidio.

-Dame todo tu dinero y pertenencias o hago pincho moruno de aventurero contigo.-La voz era de un hombre de edad bastante madura, no mayor que Setzelk. El cazador le contestó:

-Yo de ti no lo haría…

-¡Dame todo tu dinero rata de alcantarilla! ¡Ya!-Le gritó. Las mallas resonaron. Aquel no era un ratero de poca monta como otros. Ya iba preparado para todo, hasta iba con armadura. Setzelk lanzó un codazo directo hacia la cara, justo a la altura de su codo, aquel hombre no debía de medir más de un metro sesenta y pocos. Resonó un fuerte ruido metálico: Aquel tío llevaba yelmo. ¡No era un guerrero normal! ¡Era un guardia! El hombre tras recibir el impacto, se echó un poco hacia atrás mientras su casco salía disparado hacia atrás resonando contra el suelo con chasquidos metálicos. El pelo del guerrero era tremendamente largo y negro como una noche de invierno, y su rostro estaba surcado de cicatrices mal cerradas. Era un horror andante. El guardia, enfadado consigo mismo por aquel imprevisto, se lanzó al ataque contra el cazador, aunque éste, a pesar de lo estrecho que era el callejón en el que estaban, consiguió esquivarlo sin dificultad alguna, mientras el guardia se caía encima de unas tinajas y las rompía en mil añicos. Empezó a farfullar:

-Hijo de perra, ahora te vas a enterar…-Una pequeña sonrisa surcó el rostro de Setzelk, ¿Aquel incompetente quería derrotarlo? ¿Quería robarle? Si pretendía aquello iba de culo.

-Tú vente a por mí.-Dijo confiado. Su voz era grave y segura.-Y luego te daré los azotes que se les da a los niños traviesos.-El hombre salió cargó contra el cazador, mientras éste levantaba la mano y murmuró:

-Aero.-Un torbellino de aire salió disparado de su mano y con un airoso movimiento del brazo hacia arriba, el techo de la ciudad baja, el hombre salió disparado gritando como un loco, lo que atrajo la atención de algunas personas. Setzelk desenfundó el espadón y cuando el guardia caía, lo agarró por una de las múltiples correas de cuero que sujetaban el peto de metal de su armadura, mientras el hombre pataleaba al aire.-Ya me puedes dejar en paz, guardia de poca monta.-Amenazó el cazador. El hombre le lanzó la espada de acero, que pasó rozando la cara de Setzelk haciéndole un tremendo corte en la mejilla.

La sangre empezó a salir por el corte, mientras un lacerante dolor hacía acto de presencia, derramándose por toda la tez y cuando llegaban a la barbilla, las gotas caían sobre sus botas o sobre el suelo. Con un grito de ira, Setzelk estrelló el espadón con el hombre contra una pared, levantando unas pocas piedras por la fuerza del golpe. Ya se había cabreado. No quería matarlo, pero ahora tenía que hacerlo, tanto por su bien como el de otros ciudadanos. Tiró el espadón a un lado mientras sacaba una daga de su cinturón y el guardia, a pesar del poderosísimo impacto intentaba escapar a gatas entre gemidos. La gente se seguía amotinando por la pelea, con vítores, abucheos o en todo caso risas. Setzelk lanzó la daga, clavándosela al guardia en una de las sienes, terminando con su vida en el acto. La mayoría de las personas que estaban allí pegaron un gemido de terror ante el acto que acababa de hacer el cazador, otros vítores u otros se iban de allí desilusionados por que la pelea había perdido todo su interés.

Setzelk enfundó su espadón y se abrió paso como pudo entre el gentío, en dirección a la sede de “La noche sangrienta” Tenía que decirlo, decir que abandonaba Rabanasta… para acabar lo que tenía que hacer en Arcadia.

Pronto llegó a la sede, mientras se bebía una pócima que compró a uno de los mercaderes de la plazoleta, y la herida iba cicatrizando rápidamente, aunque los abundantes restos de sangre seca le surcaban toda la cara al igual que el lacerante dolor de la herida. Pronto entró en una derruida chabola de piedra, con algunas personas dentro: Dos vieras, una humana, dos bangaas y un moguri. Allí había una mesa cuadrada en medio de la estancia, y a modo de sillas un montón de cajas y otras apiñadas por allí. La humana lo saludó alegremente:

-¡Hola Setzelk! ¿Qué te pasó en la cara?-Preguntó mientras observaba la cicatriz con curiosidad.

-Un guardia que me tocó las narices.-El moguri habló:

-¿Otra vez metiéndote en líos, kupó? Eso no está bien, kupopó-Setzelk replicó enfadado:

-No tuve la culpa, ese incompetente pretendía robarme.-Todos echaron a reír a carcajadas y uno de los bangas saltó:

-¿Robarte a ti? ¡Impossssible!

-Ya le di las consecuentes advertencias, pero el que avisa no es traidor.-Dijo lacónico.-Bueno, lo que os iba a decir: Me marcho de Dalmasca.- Incluso las vieras se sobresaltaron ante la decisión del guerrero.-Voy a salvarlo, voy a sacarlo de Arcadis, y de su prisión, me da igual tener que convertirme en fugitivo para ello. Sacaré a nuestro líder de ahí. Salvaré a Zero de esa prisión.-Los integrantes del clan se quedaron boquiabiertos, sin mediar palabra, con los ojos como platos y salidos de sus órbitas, el guerrero se iba, los dejaba solos y a su suerte…-Pero regresaré. Y volveré de una pieza, al igual que Zero.-Los guerreros siguieron boquiabiertos hasta que el otro Bangaa intervino:

-Pues nosssssotrossss iremossss contigo, Ssssssssetzelk.-Una de las vieras, que curiosamente tenía las orejas completamente pardas interrumpió al bangaa:

-“La noche sangrienta” ha de permanecer unida. Nosotros iremos contigo, pase lo que pase. Una noche sin una estrella ya no es una noche.-Setzelk hizo aparecer una sonrisa en su rostro mientras se inclinaba sobre la mesa que estaba en el centro de la sala, mientras decía:

-Coged vuestros arcos, espadas y lanzas y preparad vuestra mejor magia, nos marchamos hoy.

2.

Una gran pila de curiosos se agolpaba sobre el cristal azulado de Rabanasta. Al parecer, los jueces acababan de ejercer un arresto, una joven que venía herida del desierto, y todo el mundo quería ver que ocurría, incluso los pequeños de la ciudad.

Monique no era una de esas personas. Monique Draconheim prefería seguir con su vida, sin molestarse lo más mínimo en esas nimiedades; por algo ella era la grandiosa líder del clan “Cacciatore Légender”, un clan que no admitía a nadie que no mereciera la pena. Casi todos aquellos que ingresaban en el clan era por alguna actividad delictiva de gran renombre.

La joven, de aproximadamente 19 años, se dirigía desde el interior del desierto hasta la tienda de magias portando dos grandes pieles de lobo bastante abultadas. A pesar de su delgadez, llevaba el enorme bulto con gran facilidad, como si debajo de aquella suave piel bronceada por el sol se encontrara una fuerza equivalente a la que poseían los más rudos hombres de las tribus salvajes. Con suavidad, depositó la mercancía en el suelo y entró con suavidad en la tienda.
La tienda no dejaba mucho lugar a la imaginación: la poca iluminación que había en el recinto procedía de unas velas, situadas en dos columnas que sostenían la estructura, y de la intensa luz solar que se acumulaba cuando la puerta se abría. Por el aire, flotaba un intenso polvo que cubría grandes frascos, pergaminos y estanterías, y le daba un aspecto descuidado y envejecido al lugar; además, el desdentado y calvo tendero hume que atendía al mostrador no ayudaba a mejorar la situación:

- Te traigo lo que me pediste, viejo – dijo Monique, con voz cansada y aburrida, elevando el bulto cubierto con piel de lobo. Levantando los pelajes, dejó a la vista un enorme colmillo ensangrentado procedente de una bestia de colosales proporciones.
- ¡Ah, muy bien! Un colmillo de Clisosaurio en perfectas condiciones… ¿Se lo arrancaste mientras agonizaba? Es lo único qué podría explicar esta sangre en la zona superior del diente.
- Basta de charla, dame lo mío ahora.

Con estas palabras, se acabó la conversación. Arrancando un pequeño y sucio pergamino de la esquelética mano del vendedor, Monique se marchó dando un sonoro portazo que levantó una gran nube de suciedad sobre la estancia, mientras el anciano se regodeaba con el gigantesco diente de reptil.
La muchacha no se movió de la puerta durante un momento, durante el cual estuvo mirando las nubes que sobrevolaban la capital dalmasquina. Guardó su preciado tesoro recién adquirido, y se puso a correr por la ciudad para llegar cuanto antes a su pequeño hogar, situado muy cerca del bazar. Era una pequeña casa unifamiliar, de varios pisos, muy rica en detalles y pequeñas estatuillas y gárgolas que adornaban el exterior de la mansión. La puerta estaba construida con madera resistente, pero cubierta con láminas de hierro para soportar aun más la presión de los posibles golpes.

Monique entró rápido, y cerró la puerta dando tres vueltas de llave. Se desvistió, y subió por las escaleras hasta un pequeño baño del primer piso: una pequeña piscina excavada en el suelo del piso hacía las veces de bañera, rodeada por varios grifos dorados. En una esquina del cuarto, un biombo rojo y negro escondía un pequeño taburete y un perchero. A su izquierda, un enorme espejo en posición vertical permitía a la joven vislumbrar su cuerpo; junto a este se encontraba una plateada barra con varias toallas blancas.
Monique se sumergió en el agua, que pronto se cubrió de espuma debido a los numerosos jabones que se deshacían por el calor. A ella no le gustaba mucho ver su cuerpo desnudo; le avergonzaba, como si alguien invisible pudiera estar observándola, y por ello siempre trataba de taparse, ya fuera con ropa o con la espuma de la bañera. Aunque sabía que necesitaba desvestirse para poder limpiarse bien.

Saliendo del baño, cogió una toalla y se cubrió bien el cuerpo. Después, se observó en el espejo que tenía frente a ella:

Era una muchacha bastante guapa, de larga melena lisa y de color muy claro. Tenía un aspecto de unos 19 años, aunque bastante desarrollado. Su piel estaba bastante bronceada por el sol del desierto, aunque era lisa y suave, y sus brazos y piernas eran largos y esbeltos. Sus pechos eran redondos, y objeto de numerosas miradas e improperios de personas que habían bebido más de la cuenta, que posteriormente habrían recibido su merecido a manos de la misma persona a la que dirigían su atención. Monique no soportaba a la gente que la veía como una débil chica que no podía valerse por sí misma, y solo valía para ser exhibida como un trofeo, cuidar y dar placer a un esposo y ser madre responsable de unos hijos. Monique prefería una vida de aventuras, una vida salvaje, alejada de todas aquellas cosas que las chicas bonitas y finas de la ciudad siempre deseaban.

Vistiéndose con un elegante traje de color azul celeste de dos piezas, se engalanó con unas hombreras férreas, unas altas botas de cuero y unos guantes de malla. Después, cogió su espada, la situó en su funda de cuero a la espalda y se dispuso a salir de casa. Pero antes de ello, reparó en el pequeño trozo de papel que reposaba sobre el suelo, y lo recogió para guardarlo en su generoso escote. Cualquiera que mirara allí encontraría una pequeñita sorpresa; así le gustaba ser a ella: poderosamente seductora pero letal igualmente. Todo aquel que quisiera jugar con ella, debía atenerse a sus reglas.

Monique salió a la calle, y se dirigió al moguportador para que este le llevara a la taberna Oasis, donde le esperaba un pequeño grupo de cinco personas cubiertas por túnicas de color arenoso, sentados alrededor de una mesa en el rincón más alejado y oscuro del lugar. Aquellas figuras encapuchadas poseían diversas envergaduras, tamaños e incluso formas, pero todas parecieron sobrecogerse cuando Monique se sentó junto a ellos y comenzó a hablar:

- Caballeros, – Anunció la joven con voz firme y divertida- creo que va siendo hora de visitar la prisión del Imperio arcadiano. Ya va siendo hora de sacar a un “pajarillo” de su “jaula”, y unirle a nosotros.

Inmediatamente, comenzó a reírse.

1.

- Deberíamos dar media vuelta – señaló Valet, un joven moguri cubierto por una enorme armadura de hierro -. Los chocobos son torpes aquí, kupó.

No se habían percatado de que la pradera de Giza se encontraba en época de lluvias, y habían tomado el camino equivocado para llegar hasta Rabanasta. La mayoría de caminos que conocían estaban ahora inundados, y había demasiados monstruos ocultos bajo esas aguas que podían salir de un momento a otro. Y no les convenía luchar.

- Andreus, ¿cómo te encuentras? – preguntó Esmeralda, una hume delgada y rubia, a otro hume que iba a lomos del mismo chocobo que ella.

- Me siento débil – respondió Andreus tosiendo.

- Tenemos que llegar antes de que el veneno le afecte del todo, kupó – dijo Valet.

- Pero… no hemos terminado la misión… - murmuró el herido -. Y en el clan no están muy contentos con nosotros.

- La misión la podemos hacer en otro momento – respondió Esmeralda con voz firme -. Sin embargo, un miembro caído les importará más que un mero retraso.

- Vale, tomaremos otra ruta – dijo Valet sacando un mapa -. El camino más rápido es el que nos llevaría por el desierto de Dalmasca Oeste, kupó.

- Ese no lo tomamos en principio porque hay tormentas de arena, ¿no te acuerdas? – replicó Esmeralda -. El desierto de Dalmasca Este da un poco más de rodeo, pero no tendremos ningún problema en seguir ese camino.

- Kupó – añadió Valet afirmando con la cabeza mientras guardaba el mapa, ahora mojado por la lluvia.

Bordearon los límites de la pradera de Giza esperando llegar pronto al desierto. Iban a paso lento, y aún así, los chocobos resbalaban con frecuencia. De no ser porque eran propiedad del clan y porque Andreus no se tenía en pie, los hubieran dejado allí y hubieran continuado caminando.

Pudieron notar una ola de calor poco antes de ver el desierto en el horizonte. También pudieron ver a un grupo de cinco jinetes que iban en dirección opuesta.

- No… - murmuró Valet cuando pudo reconocerlos -. Son del clan “Alas Rojas”, kupó.

- ¿Qué? – gritó Esmeralda sobresaltada -. ¡Debemos escondernos!

- Maldita guerra de clanes… - dijo Andreus cambiando de posición -. Si nos ven no dejarán que lleguemos a Rabanasta.

- Desde luego, en el clan “Ascensión” no les importará que no hayamos hecho la misión si conseguimos huir de ellos – añadió Esmeralda buscando alguna cueva a su alrededor.

- ¡Libra! – gritó Valet -. Tres humes, un bangaa y un seeq… Muy fuertes… Y nos acaban de ver, kupó…

Ordenaron a los chocobos ir todo lo rápido que la arena les permitiese. No debían mirar atrás, sólo seguir una ruta fija que ya conocían. Parecía que tenían oportunidades de escapar y sólo podían esperar que no hubiese más de ellos ocultos por el camino.

El clan “Alas Rojas” estaba en guerra con el clan “Ascensión” desde que Vayne subió al poder. La diferencia que tenía esta lucha con el resto de conflictos entre clanes era que la mayoría se podían solucionar acudiendo a los jueces. Sin embargo, el clan “Alas Rojas” contaba con el apoyo de éstos, por lo que cualquier solución pacífica era inútil: siempre saldrían ganando.

- Dividámonos, kupó – propuso Valet -. Tú llega con él a Rabanasta, yo procuraré distraerles, kupó.

Valet se paró y esperó a que los jinetes pudieran verle para correr en dirección al arrabal de Nalbina. Esmeralda estaba tan atemorizada que no pudo decirle nada a su compañero, se limitó a intentar cabalgar más rápido para llegar lo más pronto posible.

Pudo darse cuenta de que Andreus había perdido la consciencia hacía un buen rato, pero por lo menos podía notar que estaba vivo todavía. De no haber sido por la aparición de los “Alas Rojas”, podría haberse dirigido primero al arrabal de Nalbina a curar a Andreus y posteriormente acudir a la sede del clan “Ascensión”. Sin embargo, el único refugio posible para ella era Rabanasta.

- Ya estamos llegando – dijo para sí misma, como si ese mensaje pudiera darle unas últimas fuerzas.

Al fin vio el resplandeciente cristal azulado junto a la puerta este de la capital. Se bajó a toda prisa del chocobo y llevó a su compañero hasta él. Tardaría semanas en recuperarse, pero al menos el contacto con el cristal haría que pudiera mantenerse con vida.

Bastante gente se acercó a curiosear, y los jueces intentaron mantener el orden. Uno de ellos agarró a Esmeralda del brazo y le condujo hacia la ciudad.