La tierra retumbó a los pies de todos, y una gran explosión hizo saltar una puerta del almacén. El fuego aumentó la temperatura del aire que rodeaba el edificio, y varias personas salieron corriendo despavoridas, asustadas por la aparición de las flamas, e incluso hubo gente que abandonó los edificios cercanos para ver el origen del inmenso ruido. Incluso de construcciones lejanas, como la taberna, salió una multitud dispuesta a ver qué ocurría.
Una hilera de seres encapuchados apartó a la reunión de personas que se agolpaban en la puerta, mientras que una joven mujer se escabullía entre el bullicio para dirigirse a un cristal naranja situado frente a la Pradera de Giza. Corriendo, tocó la anaranjada superficie y desapareció.
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Barragen levantó la vista del polvoriento suelo de las ruinas. A su alrededor, en la misma estancia, se encontraban dos seeqs que habían perdido una considerable masa corporal debido al hambre y a los indiscriminados azotes realizados con lamias- terribles látigos anillados que arrancaban la carne y provocaban un sufrimiento atroz- por parte de los soldados imperiales. El hombre miró sus manos, sucias y cubiertas de tierra pegada con el sudor del desierto, y se decidió a ir a un pequeño pozo que se encontraba en el centro de una plaza. El agua llegaba a un nivel bastante alto, y el hombre pudo mirarse en el reflejo que le proporcionaba el extrañamente cristalino líquido.
Tenía un aspecto bastante descuidado: el pelo se encontraba largo, enredado y lleno de mugre, unido a una barba también manchada de suciedad y vómito ocasionado por las cosas que debían comer para sobrevivir en aquella prisión. Apartando el pelo que le caía sobre los ojos, vio que su mirada estaba vacía, y sus azulados iris no transmitían ningún impulso de vida. Su nariz era redondeada, pero no pecaba de ser descomunal ni achatada, ni estaba aplastada contra la cara. La gran espesura de pelo que se acumulaba bajo ella tapaba una boca amplia, mientras que una gran herida surcaba la mejilla derecha; ocasionalmente, esta herida se abría y sangraba, especialmente cuando ejecutaba un movimiento brusco o recibía algo más fuerte que una caricia. Y las caricias no eran algo que abundara en la prisión: era una pelea contra otro hume y un seeq bastante apestoso la causa de la herida. Su cara estaba manchada, y cubierta de polvo y heces de seeq, producto del ser que peleó con él.
Barragen quería lavarse con esa agua y quitarse el olor a excremento, pero su cuello sería colgado del primer arco de portalón que encontrarán los presos si ensuciaba el agua que les mantenía con vida. Además, la peste era disimulada por los otros aromas sutiles que encerraba la mazmorra: sangre, putrefacción de cadáveres, esencia de molbol para experimentos imperiales…
Su cuerpo comenzaba a mostrar los signos de los pulverizados huesos, que empezaban a marcarse bajo una piel exenta de músculos: estaba famélico, debido a las continuas peleas en busca de sobrevivir, las eventuales luchas que organizaban los soldados para divertirse, y la falta de una nutrición adecuada. Mientras tanto, sus ropas comenzaban a desteñirse más allá del tono marrón arenoso que habían adquirido, y a rasgarse con asombrosa rapidez.
Pero, aunque su cuerpo continuaba demacrándose con el tiempo, su mente permanecía intacta. Y con su mente, su alma.
Un bangaa se acercó a él.
- Ven, Coldberg. Han venido unossss nuevossss amigossss - dijo el bangaa- Ven, quizássss te interessse ver a la amiga que va con ellossss: una viera.
- ¿Una viera? ¡Nunca habían traído una!
Barragen estaba emocionado. Hasta ahora, las pocas vieras que había visto habían desaparecido casi repentinamente de su vista, y ahora tenía la oportunidad de ver una de cerca. Según había oído, las vieras poseían “dotes naturales” que resultaban muy interesantes.
Siguió al bangaa de rojiza piel. Medía dos metros y un palmo, y presentaba una fuerte constitución musculosa provista de unas escamas que le protegían. Sus ropas, en contraste con los brillos de su piel de reptil, era de un color verdoso, cubriendo la parte inferior de su cuerpo, mientras una banda atravesaba su pecho en una franja de un azul oscuro.
Avanzaron hasta unos amplios corredores cubiertos por completo de guardias armados. Entonces, la vio. Era una bella viera, de sinuosos ondulados en su cabellera blanca. Cubriendo su cuerpo estaba una negra armadura, que dejaba al descubierto su vientre. Lo más destacable de ella eran sus dos graciosas orejas de liebre: eran de pelaje blanco en la base, y a medida que ascendían se convertían en oscuras hasta llegar al negro azabache. Portaba un curioso arco, que sin duda no había sido confiscado debido al atractivo de la portadora. Junto a ella, se encontraban un jovencito rubio bastante delgado y un tipo alto y estirado que vestía con buena planta. Mientras que el chico rubicundo llevaba una espada, el tipo de largas patillas sostenía en su mano una pistola.
Iban ocultos en las columnas, agachados: buscaban las sombras y los puntos ciegos de la visión para pasar desapercibidos. Planeaban huir.
- Acabo de tener una idea, reptil. Una idea para salir de aquí –anunció feliz el hume que observaba la escena, sonriendo por primera vez en varios años.
- Cuéntame tu idea, Coldberg… ¡Pero deja de llamarme reptil!- dijo enfurecido sacando la lengua y agitándola como si fuera una serpiente. Tras esto, ambos estallaron en una carcajada, y comenzaron a cuchichear.
La compañía de tres personas había desaparecido por una gran puerta.
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El preso se acercó corriendo a un soldado, y sin mediar palabra golpeó el casco del mismo. Después, comenzó a correr en dirección opuesta, como si todo aquello no fuera más que un juego. El soldado comenzó a perseguirle, sin desenvainar la inmensa espada que colgaba de su espalda, y dobló una esquina en dirección a la estrecha callejuela donde el preso había entrado.
Al girar en dirección derecha, el soldado chocó con varios centenares de músculo y escamas, y un fuerte abrazo lo elevo hasta unos ojos bastante enfadados y una lengua que se movía velozmente.
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Un bangaa, atado de manos y con grilletes en los pies, se acercaba acompañado de un soldado de gran envergadura y espada hasta una puerta de colosales dimensiones. Apostados delante de la misma, se encontraban dos soldados cubiertos por unas brillantes armaduras metálicas. Uno de ellos avanzó un paso y habló, levantando ligeramente la visera del casco para permitir una audición clara:
- Alto. Motivo del paso.
- Llevo este preso a Rabanasta. Una vez allí, será entregado a los soldados pertinentes y puesto en libertad bajo una fuerte sanción. El prisionero es el número 17398, detenido por un altercado con los miembros de un clan selecto conocido como “Alas rojas”.
- Está bien, puedes pasar.
La puerta de madera se abrió, dejando entrar una gran ráfaga de luz que cegó momentáneamente a todo aquel situado en ese pasillo. Fuera, las arenas del desierto se movían bajo una leve brisa que otorgaba frescura a la aridez del desierto, mientras que a lo lejos se veían unas cuantas montañas y una gran tormenta de arena que parecía estancada en un mismo punto. El prisionero y su carcelero avanzaron unos pasos hacia el exterior, cuando un grito mezclado con un furioso siseo invadió el aire, ahora viciado con un calor aun más insoportable y el penetrante olor a carne quemada. El bangaa cayó de rodillas al suelo, mientras toda su espalda y el lado derecho de su cara quedaban ennegrecidos y calcinados. La sangre comenzó a brotar del ser herido, y el soldado que lo acompañaba se giró, furibundo, para ver como el soldado aun mantenía un brazo en alza, sujeto en el codo por el brazo izquierdo, mientras que de su mano salía un pequeño vaporcillo blanco, residuo de un hechizo ígneo. Riendo, dijo con una voz bastante profunda y grave:
- Al menos, que aprenda la lección de forma que no vuelva a cometer perjurios contra el Imperio. Ahora llévatelo de aquí, arrójalo cerca del cristal y que llegue el solito.
Enfurecido, y sin poder dejar de mirar al soldado que lanzó el hechizo, la otra armadura recogió al herido ser y, pasando un brazo bajo el poderoso hombro, cargó con él mientras marchaba lo más deprisa que podía, intentando controlarse para no lanzarse contra el despreciable guerrero. Bajando la pequeña colina, se adentraron en las finas arenas.
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Arrastrando las piernas del bangaa herido, Barragen volvió a auparle sobre sus hombros y avanzó un poco más en dirección al cristal ambarino que tenían enfrente. Comenzó a rebuscar dentro de su coraza, hasta que encontró una pequeña bolsita de cuero. En su interior, se encontraba un buen pellizco de dinero, un pequeño pergamino enrollado, unas escamas doradas con brillos azulados y tres pequeñas piedrecillas que resplandecían en un misterioso brillo, aumentado progresivamente a medida que se aproximaba a su destino. Comenzó a dar ánimos a su compañero a la vez que se quitaba el casco y lo lanzaba contra un cactus, que comenzó a huir despavorido en una carrera que se asemejaba a un baile.
- Venga, compañero. Tienes que aguantar, maldito reptil – dijo el hume, haciendo un último esfuerzo por llegar. Había perdido mucha fuerza, y el hombre lagarto pesaba bastante más que un hume normal – En cuanto lleguemos, acudiremos a una posada, y te tomarás unas cuantas pociones. Enseguida te curarás.
- Déjalo, camarada – dijo entre estertores la voz silbante – Ya no me queda… Coff, coff… Ya no me queda mucho tiempo. Ha sssido un verdadero placer haber trabajado contigo. Cuídate mucho, y llévate essste colgante – anunció arrancando de su cuello un trozo de cuerda con una gema tallada en forma de diente de color verdoso oscuro, mientras sus labios comenzaban a escupir sangre a un ritmo lento.
Tras esto, un grito surcó las dunas, arrasó con el viento y asustó a una pequeña colonia de floridos cactus, que comenzaron a bailar nerviosos. Los lobos del desierto y los buitres comenzaron a acercarse al gigantesco ámbar, dispuestos a darse un festín.
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Los cuerpos de los lobos y las plumas de los buitres llenaban el suelo arenoso, mientras este cubría todo en un suave viento que crecía. Junto al anaranjado cristal, el cuerpo de un bangaa era inspeccionado por una joven de 19 años.
- Así que Shakejrolhom ha caído… Supongo que no pudo defenderse de su atacante; es una pena que haya caído un guerrero tan valioso y que habría servido tan bien. Bueno, “el muerto al hoyo…”
Extendiendo un brazo, este brilló con un aura carmesí y el cuerpo, instantáneamente, comenzó a prenderse. En unos minutos, todo el cuerpo estaba cubierto de un intenso fuego que devoraba la carne y crepitaba en una incesante danza de destrucción, mientras la rubia figura observaba las llamas al tiempo que comenzaba a sonreír.
- Visto lo visto, es hora de que los “cazadores” encuentren a su “presa”… Voy a buscarte, Barragen Coldberg.
jueves, 28 de febrero de 2008
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