jueves, 28 de febrero de 2008

9.

- ¿Qué os han hecho, camaradas acuáticos? ¡Yo os vengaré!
- ¡Maldita sea, Fluss, deja de hacer el tonto! Sólo son cangrejos, no creo que estén tan turbados como para asesinar a dos chavales.
- ¡Les han ultrajado! ¡Han mancillado su honor, como criaturas del agua! ¡Del agua, entiendes! Son iguales que yo, seres nacidos del agua y… ¡No me fastidies, Krankheit!


Los cangrejos comenzaron a correr por la ribera del río sobre sus rojizas patas, lanzando burbujitas mientras la figura encapuchada les lanzaba patadas ciegas. Unos bufidos bastante graves atravesaban la negra capucha que envolvía al ser que pateaba a los crustáceos. La otra figura se quitó la capucha, mientras lanzada un sordo quejido al cielo iluminado por las estrellas. El brillo de los luceros iluminó parcialmente el joven rostro del hume: tenía el pelo de un color bastante claro, semejante al blanco, corto y de punta. La frente daba paso a unos ojos de un fuerte tono azul eléctrico que parecía congelar con solo aguantar la mirada. Una nariz continuaba la procesión de rasgos, redondeada y pequeña, seguida de una boca siempre cubierta por una risa de pequeños labios.
La túnica no dejaba ver el resto de su cuerpo, aunque éste parecía delgado y bastante alto. Seguramente el joven no tuviera más de 20 años.

Acercándose a él, la otra figura comenzó con otra retahíla de insultos, y le reprochó severamente:


- Maldita sea, Fluss, maldita sea… Tenemos que encontrar al tipo ése, o Monique se enfadará bastante… Ya sabes que no conviene cabrearla, maldita sea.
- Deja ya de maldecir, me pones nervioso. Seguramente ya no esté en el desierto; han pasado horas desde que encontramos al “Espíritu de Fuego” muerto, y no creo que tengamos mejor suerte con el “Espíritu de Hielo”.
- Monique nos lanzará ese “precioso regalito” nuevo si no conseguimos ninguna pista nueva… - dijo con voz grave y ronca, utilizando un tono mezcla de advertencia y amenaza.
- ¿Mientras buscamos, puedo sacar la botella de Viva Bhujerba?
- ¡Maldita sea, Fluss! ¡Pero si te emborrachas con el agua!
- Irónico, ¿no crees?


Las dos figuras volvieron a recorrer el desierto, bajo sus negras túnicas, en la oscuridad de la noche.

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La bulliciosa ciudad de Rabanasta refulgía bajo un sol de justicia. El comercio atraía a multitud de personas de todas las razas, formas y condiciones posibles, que solamente buscaban la mejor oferta en pescados traídos desde la Costa de Fon, o regateaban para luchar en la puja por unas rarezas imperiales. Todo el mundo se agolpaba y se empujaba para poder acceder a los ansiosos mercaderes de ojos brillantes ante la visión del oro.

Un hombre de larga melena rubia y trenzada perilla paseaba entre la multitud, abriéndose camino con cierta dificultad.

Un seeq bastante desagradable y maloliente le derribó contra un charco de barro, a la par que se rascaba el trasero y lanzaba un gruñido de enfado, como si se sintiera ofendido por el golpe propinado contra el hume.

El hombre se levantó, y se dirigió a una pequeña fuente con forma de exóticos peces de bocas abiertas que lanzaban chorros, con intención de lavarse.
El traje nuevo le había salido bastante caro: sus pantalones de cuero negro, y su camisa de tela negra eran dos prendas bastante extrañas en una región desértica, debido al inmenso calor que producían. Complementando estas prendas, unas grandes botas con acero, un cinturón de plateada hebilla y unos guantes negros que dejaban ver las palmas y los nudillos de la mano eran las piezas que conformaban el atuendo. Sobre ellas, aun reposaban algunas piezas de armadura: la mano izquierda estaba resguardada bajo un ornamental guante de afilados rasgos acerosos, con grabados arcanos, mientras que de la espalda reposaba una gran espada sujeta con una poderosa vaina atada con un cinturón enorme que atravesaba el pecho.

El agua corría cristalina, limpia y clara, cubierta de suaves ondas armónicas que las gotas provocaban al caer sobre la superficie líquida. En el suave bamboleo de las pequeñas olas, Barragen Coldberg pudo ver su rostro:
Todo el polvo que cubría su cara había desaparecido bajo las mareas del agua y el jabón, y ahora mostraba un rostro algo marcado por el tiempo y la estancia en prisión, aunque bastante mejorado después de una larga comilona que necesitaba hacía tiempo. También el cuerpo había notado mejoría después del banquete; ahora sus extremidades ya no le fallaban tanto al no tener energía con la que alimentarse.
El pelo, anteriormente revuelto y enmarañado, ahora era una melena que llegaba hasta los hombros, con un color rubio intenso que resaltaba los grandes ojos azulados.
En la barbilla, una pequeña barbita descendía formando dos trenzas que le daban un aspecto bastante extraño al sujeto.

Barragen había tenido mucha suerte: había logrado escapar, había conseguido unos cuantos premios del soldado al que cogió prestada la armadura, y también había obtenido suficiente vendiendo la propia armadura como para cambiar su aspecto. La coraza imperial estaba muy bien valorada en el mercado, y junto con los numerosos guiles que el soldado llevaba en una bolsita, el guerrero había podido vestirse, comer bien e incluso hacerse con unos cuantos objetos que le serían útiles en su viaje a Bhujerba. Tras eso, continuaría con un largo peregrinaje, hasta el lugar que fuera preciso.
Se limpió el trozo de pantalón que se había ensuciado, y se lavó el sudor que le caía por la frente.

Armado con una gran espada en la espalda, sabía que sería peligroso permanecer allí mucho tiempo; sin embargo, se había visto obligado a viajar allí debido a su falta de fuerzas. También imaginaba que podían estar buscándole o siguiéndole, y no sólo los soldados. Quizás también le buscaba algún clan.

Se puso de pie, y se dirigió a trompicones y golpes con la multitud hasta un cristal anaranjado que daba paso a una amplia extensión conocida como la Pradera de Giza. Desde su posición, podía ver unos conejos salvajes saltando alegres por el valle, ajenos al inmenso lobo que estaba situado tras ellos, acechante bajo las altas hierbas dispuesto a saltar en el momento preciso.
Sacando una pequeña bolsita de cuero de un bolsillo de su pantalón, Coldberg extrajo una pequeña piedrecilla que brillaba siniestramente con tonos cálidos y resplandecientes. Bhujerba quedaba lejos, pero no le costaría nada llegar a un sitio en el que ya había estado gracias a las teleportitas.

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