jueves, 28 de febrero de 2008

4.

No muy lejos de la sede del clan “La noche sangrienta” se encontraba la casa mágica Yugri. Las paredes tenían estantes repletos de libros, muchos de los cuales no estaban escritos en lenguajes traducibles en el momento y se vendían únicamente a los coleccionistas.

Un viejo y bajito nu mou estaba observando los libros de una estantería cercana a la entrada. Llevaba una vara de oro macizo y vestía una túnica violácea que le cubría todo menos el hocico. No le gustaba mostrar la cicatriz de la herida que recibió muchos años antes en el ojo derecho.

Todo pasó muy rápido. Una mañana abandonó el monte sagrado de Bur-Omisais para poder entregar una mercancía a los encargados de vigilar el tempo de Miliam, y se vio envuelto en un campo de batalla. Lo único que recordaba de ese momento era el caer de un misil del Ifrit, una de las naves del imperio Arcadiano, en sus proximidades. Una vez despertó se encontró en el palacio de Rabanasta. Había sido curado por una viera bastante amable.

La ciudad era un lugar muy rico en cultura y conocimientos diversos, así que se propuso vivir allí unos cuantos años y volver algún día al monte a ver a sus seres queridos.

- ¿Qué está buscando, Séneca? – preguntó un niño hume a su lado.

Era Mendoza, un joven que empezó a seguirle unos años atrás al ver cuánto sabía sobre la magia; y que ahora le servía de lazarillo. Séneca se sentía muy orgulloso de estar transmitiendo sus conocimientos a ese joven, pues aunque avanzaba despacio tenía muchas ganas de aprender.

- Nada en especial. – contestó el nu mou con una voz suave. – Quería comprobar si habían traído los libros que encargué.

- ¿Quiere que le acompañe a casa? – preguntó Mendoza. – Mi padre me ha pedido que le ayude en la taberna.

- Oh, sí, por favor. – respondió tosiendo el nu mou. - ¿Te importaría traerme mañana una heliocita de la Pradera de Giza?

- Lo traeré. – dijo firmemente el chico mientras abría la puerta de la tienda.

Estaba anocheciendo, y las partes iluminadas de la ciudad desprendían belleza. Séneca siempre había enseñado a Mendoza a apreciar la belleza y a despreciar la guerra. Eso había hecho que su padre se enfureciera más de una vez por no ayudarle con los encargos de la captura de escorias.

Caminaron hacia el sur del barrio bajo de la ciudad. A pesar del mal estado de la iluminación no tenían problemas en ir hacia la casa de Séneca ya que se sabían el camino de memoria. Una vez llegaron se despidieron formalmente y el chico corrió hacia la taberna de su padre.

El padre de Mendoza siempre había llevado una vida humilde, lejos de las armas y el dinero. La taberna estaba empezando a ser fuente de prosperidad desde la invasión arcadiana, y le dedicaba más horas al trabajo que a la educación de su hijo pequeño. Conocía al viejo Séneca, y no le caía mal del todo, pero no le gustaba que su hijo se estuviera volviendo débil por culpa de esos ideales.

Una vez entró en la taberna notó que le costaba respirar allí dentro. Caminó entre las mesas hacia la barra, y pudo vislumbrar algunos grupos de piratas del aire que se encontraban borrachos, probablemente a causa de la celebración por haber encontrado algún buen botín.

- ¡Hijo! – gritó el padre de Mendoza agarrando una decena de platos apilados entre los brazos. – Necesito que vayas al almacén y me traigas todas las cajas verdes.

El niño se encaminó hacia la puerta del almacén.

- Has estado con el nu mou, ¿verdad? – preguntó su padre.

- Sí. – respondió sin mirarle.

- No me importa que vayas con él, pero creo que deberías entrenarte más con la espada para poder conseguir algún oficio de provecho en el futuro. – indicó. – Mírame a mí. No toqué un arma en la vida y tengo que trabajar en esto. No quiero que seas débil, hijo.

Mendoza abrió la puerta y la cerró de golpe una vez entró al almacén.

- “Débil”. – pensó.

El almacén era bastante grande en comparación con la taberna. Varias columnas de cajas apiladas hacían pequeños pasillos por la oscura habitación.

Cogió una gigantesca caja verde, que no pesaba demasiado, pero su tamaño impedía que pudiera coger otra más. Tendría que hacer varios viajes.

Una vez se dio la vuelta vio algo resplandeciente caer del techo: hielo. Levantó la vista y pudo ver cómo caía un flan de hielo sobre él. Por suerte la caja se llevó el golpe y pudo esquivarlo.

El monstruo se acercó poco a poco hacia Mendoza. Hacía unos años que solían aparecer monstruos en el almacén, pero su padre conseguía evitarlos usando repelentes. El monstruo mostraba una mirada de victoria. Probablemente había pensado que un niño hume era una presa fácil.

Mendoza se echó hacia atrás, tembloroso. El monstruo se iba acercando hacia él y se estaba quedando acorralado. De pronto el niño se detuvo.

- No soy débil. – trató de autoconvencerse.

El flan de hielo estaba a escasos centímetros de él y abrió su enorme boca viscosa, haciendo que su cuerpo alcanzase unos tres metros de altura.

- Fulgor. – murmuró el niño alzando la mano hacia el frente.

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