Sangre.
Ésa era la palabra. El líquido rojo, néctar de la vida de todos y cada uno de los habitantes de Ivalice. En aquellos momentos, Lorne sólo era capaz de pensar en cuál sería su siguiente víctima por encargo o por el azar. El hombre ya mayor, parecía un viejecito normal y corriente, e indefenso, pero aquello lo hacía aún más peligroso. En aquel momento iba sin camisa, vestido únicamente con unos pantalones de lino negro, mientras sus viejos y maltrechos músculos se dejaban en forma de delgadísimos brazos gastados por el cruel paso del tiempo. Estaba extremadamente delgado, parecía un huraño del desierto, aunque se pasaba los días en la ciudad. Se apoyaba en un cayado hecho con la pata de un enorme águila del desierto de Rabanasta, una prueba más de su mortífera fuerza.
La oscura tez tostada al sol la tenía recubierta de cicatrices de cuando aún era joven, cuando todavía servía en el clan, sin embargo nunca pretendió llevar aquella vida.
Sólo quería matar. Era una manía enfermiza, sí, pero le llenaba de placer. Caminaba encorvado, aparentando tener un dolor de espalda aguantado en angustioso silencio, a pesar de que estuviese en plena forma física.
Estuvo paseando por todo el bazar durante horas, hasta que se chocó con un bangaa tapado con vestiduras completamente negras, aparentemente ya viejo, a pesar de que no fuese así, con la verde piel escamosa y seca. No valía la pena un objetivo así.*
Siguió vagando cansinamente durante horas, hasta que, al ver que no había nadie que mereciese la pena, lanzó una moneda al aire.
Cara, mataría a un hombre, cruz, a una mujer. Cruz.
“Veinte personas...” Pensó para sus adentros con sadismo, mientras en los ojos negros como azabaches aparecían unos destellos de depravación. Contó las veinte mujeres. A la última, la mataría.
Al fin la halló, una jovencita adorable y apetitosa, parecía ser del bazar, pues iba mal vestida pero sí recatada, y bien armada, pues tres dagas le decoraban la cintura, y dudaba que esa moza fuese carnicera. La observó de arriba abajo, desde luego tenía un cuerpo de lo más hermoso, a pesar de que no dejase ver más que las manos y la cara. El pelo era de un color anaranjado, mas no llegó a distinguir los ojos.
La presa perfecta.
Dejó que la muchacha doblase la esquina y empezó a seguirla disimuladamente. A pesar de ser viejo, era rápido cuando quería, y discreto sobre todo. La confiada joven siguió andando hasta que entró en un caseto maltrecho.
Lorne se quedó al lado de la puerta descubierta, esperando a que ella saliese.
Estuvo alrededor de varias horas esperando, sin embargo, no le importaba, aquella noche iba a matar... no corría prisa. Se apoyó en el marco y se hizo el dormido, como si estuviese dormitando. Un ladronzuelo se le acercó, esperando a cortarle la bolsa, y, a pesar de que el anciano estaba consciente, lo dejó marchar...
Tres metros. Chasqueó los dedos y pensó para sí: “Piro”
Inmediatamente, el ladrón estalló en llamas, aunque no llegó a gritar, pues Lorne chasqueó los dedos de nuevo y volvió a pensar: “Mutis”
El ladrón se revolvió, se tiró al suelo intentando apagarse, e incluso esperaba a que alguien lo salvase, mas nadie apareció por el callejón. Observó al cortabolsas durante unos segundos, hasta que cayó al suelo, muerto. Las llamas se apagaron casi al instante una vez muerto. Dio un palmetazo seco con la mano en dirección al ladrón, mientras volvía a decirse para sí: “Aero.” El cadáver salió disparado por una fortísima ráfaga de viento, lanzándolo, posiblemente, al otro extremo del bazar, no lo sabía con exactitud, pero estaba seguro de que nadie sospecharía que lo mató él.
Siguió haciéndose el dormido, hasta que la muchacha salió, ya más destapada, como si tuviese intención de ir a algún sitio en especial.
“Más facil por mi parte” Se dijo para sí. Nada más pasar por delante de él, abrió los ojos y con un movimiento de su bastón, la dejó inconsciente de un golpe en la parte trasera del cráneo, pero no lo bastante fuerte como para matarla.
Quería verla sufrir.
La cogió por un pié y se la llevó dentro de la casucha, sabiendo que nadie lo estaba mirando. Cogió las cadenas que acostumbraba a llevar en el zurrón y se las puso alrededor de las muñecas y los tobillos. Con un mazo, las clavó en la pared de yeso y la dejó a metro y medio sobre el suelo, colgando. Esperó a que se despertase.
Recuperó la conciencia a las tres horas.
-Ah... mi... mi cabeza... -Al ver que estaba encadenada y en su propia casa, prácticamente se quedó sin palabras.-¿¡Qué hago aquí!?-Se limitó a gritar, al ver a Lorne. El marchito anciano estaba sentado encima de una mesa rodeada de cuatro sillas de madera carcomida. La casa, compuesta por tres habitaciones, estaba escasamente amueblada, especialmente aquella sala, parecía haber sido desmantelada a conciencia a excepción de aquella mesa y las sillas.
Estaban en lo que parecía la cocina, ya que había algunos jamones y chorizos colgando del techo. Lorne rió al ver la confusión de la chica.
-¿Tú qué crees?-Se limitó a responder con una voz grave, demostrando no ser el anciano que aparentaba. La chica guardó silencio, mientras la barbilla le temblaba del miedo, parecía que iba a estallar en llantos como una niña asustada, aunque luchaba contra el terror lo mejor que podía.-¿No llora?-Preguntó arrogantemente el asesino.-Esto te dará motivos.-Cogió un cuchillo que había encima de la mesa
-¿Qué vas a hacer? ¡No!-Chilló mientras el anciano clavaba la punta del puñal en el muslo de la chica. Las lágrimas brotaron de los ojos y empezaron a resbalar por su tez, cayendo sobre la calva del anciano.
Lorne empezó a cortar a la muchacha poco a poco, mientras ésta chillaba y lloraba.
-¿Ahora lloras, eh?-Preguntó mientras seguía torturándola y lamiendo los cortes, probando su sangre. Cuando terminó con las piernas, se subió a una silla, poniéndose erguido, y le desgarró la fina seda de su cuerpo y la dejó desnuda de cintura para arriba. Empezó a cortarle, empezando en cada uno de los hombros, alrededor de los pechos y terminando en el vientre. Chillaba y lloraba, desesperada. Aquello sólo hacía que Lorne se empeñase aún más en su “labor” y le gustase aún más lo que estaba haciendo.
La muchacha estaba recubierta de sangre, jadeando y llorando, ya no gritaba, pues la garganta le dolía tanto que no podía hablar siquiera. Lorne la observó, con la mirada fría.
Lanzó el cuchillo que sostenía en la mano, yendo a clavarse en el estómago de ella. Un par de golpes más y pondría fin a su existencia. Cogió el cayado y le rompió ambas piernas. La chica dejó de llorar, dejó de sangrar. Estaba muerta.
Lorne empezó a reír a carcajadas y la descolgó. Le lamió el resto de la sangre y le quitó el pantalón de lana, mientras él también se bajaba el suyo.
Nunca estaba de más aquello.
Cuando terminó, salió de la casa con una sonrisa de psicópata desquiciado, apoyándose de nuevo en el cayado y aparentando ser un viejecito indefenso de nuevo.
Chasqueó los dedos y gritó para sus adentros, para que el conjuro saliese con inmensa fuerza: “PIRO”
Dicho esto, la casa estalló en llamas, como una bomba de relojería.
La gente no tardó en aglomerarse, intentando apagar el fuego antes de que se propagase.
domingo, 21 de septiembre de 2008
domingo, 14 de septiembre de 2008
11.
El estruendo llamó la atención de todos los guardias presentes en la entrada de la ciudad, así como de gran parte de los mercaderes, viajeros y curiosos. Los rateros aprovecharon la ocasión para birlar todo aquello que vieron descuidado. Fue en ese momento cuando una figura aprovechó para adentrarse en la ciudad de Rabanasta. Su piel de color verde oscuro estaba ajada por el sol y la intemperie, con algunas cicatrices. Vestía una túnica, que sujetaba con su mano izquierda, callosa, con un par de uñas rotas y las escamas medio secas.
Se adentró en las calles de la capital mientras el sol del mediodía se alzaba en el firmamento, entre el bullicio del mercado. Su gran corpulencia le hacía destacar, pero su depauperado aspecto disuadía a los curiosos: No aparentaba tener dinero con el que comprar, bienes que robar... Solo respuestas a preguntas que era más sensato no hacer. Algunas patrullas se fijaron en él, pero dado su deplorable aspecto no lo consideraron una amenaza. Ellos estaban para mantener a la población local bajo control, no para registrar apestosos vagabundos.
Algunos incluso se acercaron con animo de decir algo, pero una tos gorgojeante fue suficiente para disuadirlos. Ya les toca guardar una ciudad ocupada, con miradas de desconfianza y la continua paranoia por los grupos de resistencia clandestinos, y sus métodos despiadados de dar ejemplo. Solo faltaría contagiarse de algo raro de un indigente bangaa.
A lo largo de los pasillos del mercado subterráneo, el viajero se abrió paso entre gente de aspecto sospechoso y desagradable, que lo empujaban con desprecio al pasar. Tragándose su orgullo, agachó la cabeza y prosiguió con su camino en todas esas ocasiones, incapaz de permitirse arriesgarlo todo ahora que estaba tan cerca del final. En condiciones normales, esos niñatos, mafiosillos de tres al cuarto, habrían mordido el polvo de paso que aprendían a comportarse, pero esta vez no. Agotado y deshidratado, no le quedaba otra alternativa que dejarlo pasar.
Drenz apenas levantó la mirada mientras mascullaba un breve saludo cuando oyó el sonido de las hileras de trozos de caña hueca, que cubrían la puerta de la entrada y resonaban cada vez que llegaba un nuevo cliente. Su hermana habría saludado de forma mucho más entusiasta, pero él ahora mismo prefería estar dando una vuelta con sus amigos por el bazar. A sus quince años le molestaba enormemente tener que trabajar en la tienda de bisutería de su familia, sobre todo ahora que había encontrado una forma de peinarse y de llevar la chaqueta que le favorecía, y había logrado al fin que Bredia, la hija del panadero, se fijase en él. Al ver el aspecto del recién llegado, su primera reacción fue intentar echarlo.
- No. No te vamos a dar nada, estamos tan faltos de dinero como tú. Estas invasiones son malas para el negocio.
- Agua... – Insistió el vagabundo.
- ¡Vete antes de que llamemos a los soldados! – Insistió el chaval.
- Mira, rubito... – Dijo el bangaa, descubriendo su rostro, y al verlo, los ojos de Drenz se abrieron como platos. – Te enseñé a respetar a los mayores en su momento, pero me parece que vas a necesitar un buen repaso.
- ¡Hreego! ¿Eres tu de verdad?
- Sse máss silenciosso, o lass cosass se van a poner difíciles. – Dijo instándole a calmarse, mientras la hermana mayor, con el pelo un poco más oscuro que el de su hermano, y los ojos más claros y vivaces, aparecía por la puerta de la trastienda, preocupada.
- ¿Qué pasa? ¡Hreego! Pasa, rápido. ¡Antes de que te vean!
- Graciass, Trieva. – Sonrió mientras le revolvía el pelo. - ¡Que mayor te hass hecho!
- Hay comida y agua en la trastienda, y seguro que podré encontrar algo limpio para que te vistas. También puedes asearte, si quieres.
- Perfecto, hablaremoss entonces...
Cuando el bangaa marchó, los hermanos no pudieron evitar comentar lo demacrado que estaba. A pesar de ser adulto, su piel ya empezaba a tornarse seca y quebradiza, probablemente por la deshidratación y las vicisitudes a las que se ha visto sometido. Trieva y Drenz se habían criado junto a Hreego, como si fuese una especie de tío favorito. Era uno de los compañeros de su padre, Fjoran, uno de los mayores ladrones de la ciudad de Rabanasta. Aunque siempre habían intentado evitar la violencia, la presencia de Hreego en el grupo era como un seguro de vida para deshacerse de forma rápida de los guardias. El tercer miembro de la cuadrilla era Valare. Una viera especialista en asegurar el éxito de sus felonías por medio de la magia. Normalmente robaban metales preciosos que fundían para que Fjolin, hermano pequeño de Fjoran, fabricase los productos que vendía en esta tienda. El problema es que cinco años atrás, algo salió mal y fueron todos capturados, y enviados a las mazmorras de la fortaleza de Nalbina, con lo que nadie esperaba volver a verlos con vida nunca más.
Cuando Hreego salió del aseo, con ropas limpias que había ido Drenz a comprar mientras, fue cuando se sentó ante los hermanos, que lo miraban fijamente sin atreverse a hacer fatídica pregunta.
- Ssi. Vuesstro padre esstá vivo. – Drenz se permitió un amplio suspiro de alivio, pero Trieva mantuvo la compostura. Era cuatro años mayor que su hermano, y mucho más responsable, al verse obligada a cuidar de él con la única ayuda del tío de ambos, que actualmente estaba de viaje en Bhujerba. – Pero sigue prisionero en Nalbina.
- ¡Tenemos que sacarlo de ahí! – Exclamó decidida Trieva, anticipándose a su hermano, que no tardó en apoyarla.
- Creíamos que nunca os volveríamos a ver... – Dijo Drenz, que siempre había sido el favorito de Hreego, por ser pendenciero y arrojado.
- Hay un problema. – Interrumpió el bangaa. – No podemos ir tan pronto. Yo esstoy agotado y vossotros no sobreviviríaiss en un lugar assí. – Comentó tajante, enfriando sus entusiasmos con la dura realidad. – No puede sabersse que me he fugado y esstoy en la ciudad o reforzarán la ley marcial y la vigilancia de Nalbina.
- Es cierto... – Dijo Trieva. Drenz apoyaba ahora mismo su espada corta sobre la mesa. No la había usado más que para practicar solo desde que su padre fue hecho prisionero.
- ¿Y Valare? – Preguntó el adolescente, acordándose de la tercera integrante del grupo de su padre.
- Esso irá después de que vuesstro padre sea liberado: Encontrar a Valare.
- ¿No está en Nalbina? – Inquirió Trieva sorprendida.
- Nunca llegó a entrar. – Sentenció Hreego. Todo estaba dicho al respecto.
Pasaron el resto de la noche, hasta tarde, poniéndose al día. Aunque a los hermanos les dolía oír las penurias que tenía que aguantar su padre, les alegraba saber que seguía con vida, y dentro de lo posible, estaba bien. Al día siguiente, cuando el bangaa hubiese descansado, empezarían a moverse.
Se adentró en las calles de la capital mientras el sol del mediodía se alzaba en el firmamento, entre el bullicio del mercado. Su gran corpulencia le hacía destacar, pero su depauperado aspecto disuadía a los curiosos: No aparentaba tener dinero con el que comprar, bienes que robar... Solo respuestas a preguntas que era más sensato no hacer. Algunas patrullas se fijaron en él, pero dado su deplorable aspecto no lo consideraron una amenaza. Ellos estaban para mantener a la población local bajo control, no para registrar apestosos vagabundos.
Algunos incluso se acercaron con animo de decir algo, pero una tos gorgojeante fue suficiente para disuadirlos. Ya les toca guardar una ciudad ocupada, con miradas de desconfianza y la continua paranoia por los grupos de resistencia clandestinos, y sus métodos despiadados de dar ejemplo. Solo faltaría contagiarse de algo raro de un indigente bangaa.
A lo largo de los pasillos del mercado subterráneo, el viajero se abrió paso entre gente de aspecto sospechoso y desagradable, que lo empujaban con desprecio al pasar. Tragándose su orgullo, agachó la cabeza y prosiguió con su camino en todas esas ocasiones, incapaz de permitirse arriesgarlo todo ahora que estaba tan cerca del final. En condiciones normales, esos niñatos, mafiosillos de tres al cuarto, habrían mordido el polvo de paso que aprendían a comportarse, pero esta vez no. Agotado y deshidratado, no le quedaba otra alternativa que dejarlo pasar.
Drenz apenas levantó la mirada mientras mascullaba un breve saludo cuando oyó el sonido de las hileras de trozos de caña hueca, que cubrían la puerta de la entrada y resonaban cada vez que llegaba un nuevo cliente. Su hermana habría saludado de forma mucho más entusiasta, pero él ahora mismo prefería estar dando una vuelta con sus amigos por el bazar. A sus quince años le molestaba enormemente tener que trabajar en la tienda de bisutería de su familia, sobre todo ahora que había encontrado una forma de peinarse y de llevar la chaqueta que le favorecía, y había logrado al fin que Bredia, la hija del panadero, se fijase en él. Al ver el aspecto del recién llegado, su primera reacción fue intentar echarlo.
- No. No te vamos a dar nada, estamos tan faltos de dinero como tú. Estas invasiones son malas para el negocio.
- Agua... – Insistió el vagabundo.
- ¡Vete antes de que llamemos a los soldados! – Insistió el chaval.
- Mira, rubito... – Dijo el bangaa, descubriendo su rostro, y al verlo, los ojos de Drenz se abrieron como platos. – Te enseñé a respetar a los mayores en su momento, pero me parece que vas a necesitar un buen repaso.
- ¡Hreego! ¿Eres tu de verdad?
- Sse máss silenciosso, o lass cosass se van a poner difíciles. – Dijo instándole a calmarse, mientras la hermana mayor, con el pelo un poco más oscuro que el de su hermano, y los ojos más claros y vivaces, aparecía por la puerta de la trastienda, preocupada.
- ¿Qué pasa? ¡Hreego! Pasa, rápido. ¡Antes de que te vean!
- Graciass, Trieva. – Sonrió mientras le revolvía el pelo. - ¡Que mayor te hass hecho!
- Hay comida y agua en la trastienda, y seguro que podré encontrar algo limpio para que te vistas. También puedes asearte, si quieres.
- Perfecto, hablaremoss entonces...
Cuando el bangaa marchó, los hermanos no pudieron evitar comentar lo demacrado que estaba. A pesar de ser adulto, su piel ya empezaba a tornarse seca y quebradiza, probablemente por la deshidratación y las vicisitudes a las que se ha visto sometido. Trieva y Drenz se habían criado junto a Hreego, como si fuese una especie de tío favorito. Era uno de los compañeros de su padre, Fjoran, uno de los mayores ladrones de la ciudad de Rabanasta. Aunque siempre habían intentado evitar la violencia, la presencia de Hreego en el grupo era como un seguro de vida para deshacerse de forma rápida de los guardias. El tercer miembro de la cuadrilla era Valare. Una viera especialista en asegurar el éxito de sus felonías por medio de la magia. Normalmente robaban metales preciosos que fundían para que Fjolin, hermano pequeño de Fjoran, fabricase los productos que vendía en esta tienda. El problema es que cinco años atrás, algo salió mal y fueron todos capturados, y enviados a las mazmorras de la fortaleza de Nalbina, con lo que nadie esperaba volver a verlos con vida nunca más.
Cuando Hreego salió del aseo, con ropas limpias que había ido Drenz a comprar mientras, fue cuando se sentó ante los hermanos, que lo miraban fijamente sin atreverse a hacer fatídica pregunta.
- Ssi. Vuesstro padre esstá vivo. – Drenz se permitió un amplio suspiro de alivio, pero Trieva mantuvo la compostura. Era cuatro años mayor que su hermano, y mucho más responsable, al verse obligada a cuidar de él con la única ayuda del tío de ambos, que actualmente estaba de viaje en Bhujerba. – Pero sigue prisionero en Nalbina.
- ¡Tenemos que sacarlo de ahí! – Exclamó decidida Trieva, anticipándose a su hermano, que no tardó en apoyarla.
- Creíamos que nunca os volveríamos a ver... – Dijo Drenz, que siempre había sido el favorito de Hreego, por ser pendenciero y arrojado.
- Hay un problema. – Interrumpió el bangaa. – No podemos ir tan pronto. Yo esstoy agotado y vossotros no sobreviviríaiss en un lugar assí. – Comentó tajante, enfriando sus entusiasmos con la dura realidad. – No puede sabersse que me he fugado y esstoy en la ciudad o reforzarán la ley marcial y la vigilancia de Nalbina.
- Es cierto... – Dijo Trieva. Drenz apoyaba ahora mismo su espada corta sobre la mesa. No la había usado más que para practicar solo desde que su padre fue hecho prisionero.
- ¿Y Valare? – Preguntó el adolescente, acordándose de la tercera integrante del grupo de su padre.
- Esso irá después de que vuesstro padre sea liberado: Encontrar a Valare.
- ¿No está en Nalbina? – Inquirió Trieva sorprendida.
- Nunca llegó a entrar. – Sentenció Hreego. Todo estaba dicho al respecto.
Pasaron el resto de la noche, hasta tarde, poniéndose al día. Aunque a los hermanos les dolía oír las penurias que tenía que aguantar su padre, les alegraba saber que seguía con vida, y dentro de lo posible, estaba bien. Al día siguiente, cuando el bangaa hubiese descansado, empezarían a moverse.
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