jueves, 3 de diciembre de 2009
Manifiesto por los derechos fundamentales de internet
Manifiesto 'En defensa de los derechos fundamentales en Internet'
Ante la inclusión en el Anteproyecto de Ley de Economía sostenible de modificaciones legislativas que afectan al libre ejercicio de las libertades de expresión, información y el derecho de acceso a la cultura a través de Internet, los periodistas, bloggers, usuarios, profesionales y creadores de Internet manifestamos nuestra firme oposición al proyecto, y declaramos que:
1.- Los derechos de autor no pueden situarse por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la privacidad, a la seguridad, a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva y a la libertad de expresión.
2.- La suspensión de derechos fundamentales es y debe seguir siendo competencia exclusiva del poder judicial. Ni un cierre sin sentencia. Este anteproyecto, en contra de lo establecido en el artículo 20.5 de la Constitución, pone en manos de un órgano no judicial -un organismo dependiente del ministerio de Cultura-, la potestad de impedir a los ciudadanos españoles el acceso a cualquier página web.
3.- La nueva legislación creará inseguridad jurídica en todo el sector tecnológico español, perjudicando uno de los pocos campos de desarrollo y futuro de nuestra economía, entorpeciendo la creación de empresas, introduciendo trabas a la libre competencia y ralentizando su proyección internacional.
4.- La nueva legislación propuesta amenaza a los nuevos creadores y entorpece la creación cultural. Con Internet y los sucesivos avances tecnológicos se ha democratizado extraordinariamente la creación y emisión de contenidos de todo tipo, que ya no provienen prevalentemente de las industrias culturales tradicionales, sino de multitud de fuentes diferentes.
5.- Los autores, como todos los trabajadores, tienen derecho a vivir de su trabajo con nuevas ideas creativas, modelos de negocio y actividades asociadas a sus creaciones. Intentar sostener con cambios legislativos a una industria obsoleta que no sabe adaptarse a este nuevo entorno no es ni justo ni realista. Si su modelo de negocio se basaba en el control de las copias de las obras y en Internet no es posible sin vulnerar derechos fundamentales, deberían buscar otro modelo.
6.- Consideramos que las industrias culturales necesitan para sobrevivir alternativas modernas, eficaces, creíbles y asequibles y que se adecuen a los nuevos usos sociales, en lugar de limitaciones tan desproporcionadas como ineficaces para el fin que dicen perseguir.
7.- Internet debe funcionar de forma libre y sin interferencias políticas auspiciadas por sectores que pretenden perpetuar obsoletos modelos de negocio e imposibilitar que el saber humano siga siendo libre.
8.- Exigimos que el Gobierno garantice por ley la neutralidad de la Red en España, ante cualquier presión que pueda producirse, como marco para el desarrollo de una economía sostenible y realista de cara al futuro.
9.- Proponemos una verdadera reforma del derecho de propiedad intelectual orientada a su fin: devolver a la sociedad el conocimiento, promover el dominio público y limitar los abusos de las entidades gestoras.
10.- En democracia las leyes y sus modificaciones deben aprobarse tras el oportuno debate público y habiendo consultado previamente a todas las partes implicadas. No es de recibo que se realicen cambios legislativos que afectan a derechos fundamentales en una ley no orgánica y que versa sobre otra materia.
martes, 28 de abril de 2009
15.
El par de odres que me dio el aquél herrero de amplia nariz estaban llegando a su fin y yo seguía viendo arena en todas las direcciones. Llevaba ya dos días arrastrando los pies por aquella áspera y ardiente sustancia.
-Desde aquí, siga siempre hacia el oeste- me dijo el herrero cuando dejé su austera choza-Llegarás a Rabanasta.
No podía dejar de llevarme la mano al estómago y temía que la herida se infectase, pues a cada mínimo esfuerzo que hacía, los puntos se tensaban peligrosamente. Había sido insensato y acabé con el primer odre la misma tarde que partí y ahora la ropa se me pegaba asquerosamente a la piel; pantalón y camisa blancos, de una tela ligeramente rugosa, chaleco de cuero y sandalias de esparto. Me había recogido la melena con una cinta de seda y llevaba un fardo a la espalda con el agua y la comida: cecina de lobo.
-Seré idiota, voy a morir aquí-maldije con la mano en la frente a modo de visera. El horizonte se fundía en monstruosas ondulaciones causadas por el calor- Tengo un tajo enorme y ni siquiera tengo claro por qué es tan importante para mi un collar…
Una formación rocosa me sirvió de sombra durante una hora, hasta que el sol apareció sobre mi. Una cocatriz corrió cerca con sus cortas patas y picoteó una delicada flor de puntiagudas formas para sacar las raíces y beber su preciado líquido. Yo me fijé atentamente y cuando el ave se hubo ido, me acerqué a una de esas flores, que crecía en corrillo ceca de una enorme piedra. La planta tenía unos ásperos pétalos, pero de un blanco intenso, mientras que las hojas eran estrechas y tenían pequeños pinchos. La cogí de los pétalos con cuidado y tiré de ella hasta que se separó de la arena. Las raíces, rugosas y finas, dejaron caer unas pocas gotas sobre mi lengua.
Cuarto de hora después comencé a maldecir a aquella cocatriz y las estúpidas flores. Tenía las manos hinchadas por culpa de los pinchos del tallo y su aparente veneno y un sabor amago me atormentaba a cada instante. Al parecer, yo no tenía el mismo estómago que aquellos pájaros y minutos después caí sobre la arena con tremendas náuseas.
-¡Eh, señor! Despierte.
Una mano pasó por mi nuca y alguien me humedeció los labios. La luz solar me impactó de lleno y entrecerré los ojos un rato.
-¿Tú no eres…?-dije al ver a un muchacho a mi derecha.
-Landwirt, señor. Mi padre me pidió que fuese a Rabanasta a por un martillo nuevo y así vigilaría si llegabas sano y salvo.
-Pues menos mal-agradecí incorporándome con esfuerzo. Tenía el estómago revuelto y un tremendo dolor de cabeza- De no ser por ti, ya sería la cena de los carroñeros.
-Flor de fuego-dijo mirando mis manos hinchadas- Mi padre consigue hacer una infusión con ellas, pero son muy engañosas: Tienen un líquido que te deshidrata rápidamente.
Aquél chico quería conocer mundo, pero se sentía orgulloso de todo lo que su padre y el desierto le habían enseñado. Me ofreció la mano para levantarme y me ofreció de una bota hecha de piel de lobo.
No quería abusar de semejante amabilidad, así que di un ligero sorbo. Entonces la garganta me ardió y noté cómo el pequeño trago caía con aplomo en mi estómago y calentaba sus paredes con rapidez.
-No me tomes por borracho-dijo con una sonrisa pícara al ver mi reacción- Con este licor aguantas una semana en este desierto.
Resulta que me había desviado, seguramente durante el incidente con la flor de fuego, y estaba yendo dirección sur. Con Landwirt acompañándome, en esa misma tarde ya se podían ver las puertas de Rabanasta. Nunca había estado allí, pero me esperaba algo más.
-Pensaba que las puertas serían más grandes-le comenté a Landwirt mientras las atravesábamos.
-Puertas no muy grandes y muchos soldados es una buena combinación.
Ya estaba anocheciendo y eché un último vistazo al horizonte y su vasto desierto. Una fusión cárdena y rojiza despedían al sol por hoy.
Pese a ser hora de cierre, muchos puestos aprovechaban los últimos rayos de luz para vender el género, mientras que comerciantes y viajeros de otras tierras buscaban dónde alojarse por la noche, si es que podían permitirse una cama.
-Yo tengo que comprar ese martillo-Landwirt señaló el suelo con el dedo índice-¿Quedamos aquí mismo?
-De acuerdo-acepté- Yo iré a hacer unas cosas mientras.
Decidí buscar alguna tienda de abalorios algo similar, con la esperanza de saber algo del que me robó el colgante; si me lo robó en el desierto, tendría que haber pasado por Rabanasta seguro.
En la esquina de una bocacalle había un bangaa de piel tostada metiendo lustrosas pulseras de plata y anillos con intrincados detalles de mitrhil en suaves bolsas de seda. Tenía joyas caras, pero su reputación no parecía ser tan alta. Era tuerto, le faltaba un dedo en la mano izquierda y mantenía un kukri colgado de su cinturón para que los ladrones se lo pensasen dos veces al verlo.
Estaba ya recogiendo así que me acerqué corriendo.
-Perdona.
-Esstá cerrado-me espetó con una voz gutural.
-Es que quiero preguntarle por un colgante-le dije ofreciéndole la mano.
-¿Tú también? Ya van tress en esssta tarde- tres personas eran demasiado, esto me estaba superando.
-¿Y te dijeron cómo era?
-¡Yo que sssé! Un dragón de plata con un zafiro creo.
Un soldado pasó por la calle paralela con todo su escuadrón. Había empezado el turno de noche y el bangaa no tenía ganas de enfrentarse a la autoridad.
-¿Y sabes algo de ese colgante?- le pregunté de nuevo.
-¿Ssabesss? Loss otross clientesss eran menos pessadosss que tú-me susurró molesto, salpicándome con tantas eses.
-Pero es que…
Un lejano pero claro sonido de ballestas cargadas le puso los pelos de punta al tendero y decidió acabar con mi tozudez por el camino rápido.
-¡Martillo pilón!-gritó antes de golpearme. Su brazo derecho, con el puño cerrado, bajó verticalmente y me golpeó de forma brutal en la coronilla.
La fuerza del hombre lagarto y la debilidad que arrastraba del desierto me dejaron K.O en el suelo.
-Ouragan, coge este colgante y huye.
-Pero padre…
-¡Hazme caso!¿O acaso no crees que tu padre pueda contra cinco seeqs?
-¿Y qué hago con ello?
-Esconderlo, que nunca te lo quiten. Sal de Nalbina y ve por mar.
jueves, 23 de abril de 2009
14
- ¡Fieles soldados del imperio! - Exclamó, irguiéndose ante ellos, que lo contemplaban en perfecta formación. - Es nuestra misión preservar el orden, y nuestro deber como militares hacerlo del modo más eficiente posible. Se que muchos otros oficiales manchan su nombre y sus galones cometiendo actos despreciables, y vuestras mercedes saben que yo no soy así. No me permito caer en la pusilanimidad, la indolencia o la indisciplina, y exijo lo mismo de cada soldado que quiera seguirme. – Durante unos segundos contempló a sus tropas escuchar su arenga, como cada noche. Los soldados estaban incómodos con su estilo, sobre todo los que acababan de ser asignados a su pelotón. Él no permitía saqueos, pillajes ni abusos contra la población. Cualquier asesino de soldados, cualquier ladrón o criminal de algún tipo que los escogiese como objetivo encontraría un escondite fácil en la casa de cualquier vecino descontento con la invasión. Y peor era que tendría un pelotón de gentes furiosas en cualquier taberna, listo para respaldarlo con la única condición de tener superioridad numérica. Esto era mucho más fácil de lo que parecía, pues el pueblo se negaba a olvidar la muerte en batalla de Lord Rasler. Todo aquel que lo había seguido a la batalla le había entregado su lealtad, ya que a esos hombres no les importaba contener su barbarie a cambio de servir a un oficial que no busca que protejan su huída en cuanto las cosas se ponen un poco difíciles. Greiv elegía cuidadosamente sus palabras para motivarlos: Soldados, no hombres, remarcando que ellos eran superiores a cualquier enemigo, siempre y cuando hiciesen honor a su profesión. – Una noche más, soldados, demostraremos como de nuestra mano, el pueblo de Rabanasta y de toda Dalmasca puede mejorar su vida, con la generosa oferta de protección, seguridad y civilización que el imperio ofrece. Cuento con todos y cada uno de ustedes, soldados. Rompan filas.
Mientras ataba las correas de su yelmo, a sus espaldas empezaron a resonar los pasos de sus soldados, siguiéndole hacia su labor. Greiv se permitió una leve sonrisa de orgullo, avanzando hacia las puertas de la fortaleza.
La noche estaba resultando tranquila, más de lo esperable, dada la cantidad de gente extraña que había en la ciudad últimamente. No paraban de llegar extranjeros de extraños rasgos a las puertas de la ciudad, y esto era del todo inesperado, en una ciudad aún sujeta a la ley marcial. Sin embargo, no se podía prender a nadie solo por ser sospechoso. Los expeditivos métodos de justicia ejercidos tanto por los jueces como por el gobernador Vayne, solo los criminales más hábiles o los más estúpidos se atrevían a salir durante las noches. Esa en concreto, los estúpidos habían preferido dormir, pues tras cuatro horas de continua patrulla no habían dado con rufián alguno. El tedio era constante en su tarea, pero Griev siempre se recordaba a sí mismo y a sus hombres la importancia de esta. Una hora después de medianoche, con sus hombres cansados y medio dormidos por la inactividad, unos pasos en uno de los callejones, cerca de la puerta este de la ciudad, llamaron su atención. A un gesto de su mano, su patrulla aligeró el paso, siguiéndole hacia aquello que fuese lo que perturbaba el orden.
Al doblar la última esquina, se encontraron a un hombre de apariencia respetable, vestido con un abrigo de color azul marino y con un bastón en su zurda, que dado que apenas aparentaba haber superado la treintena, tenía complexión atlética y vista la empuñadura de plata maciza del cayado, no era sino mero ornamento. El resto de sus ropas eran también una ostentación de lujo, y sus andares y modos lo eran de altivez. Tenía la tez bronceada, y el cabello oscuro, con leves entradas en las sienes, un cuidado bigote y una perilla larga y afilada, como un aguijón, con un par de ojos grises visibles aún en la noche a esa distancia. Estaba rodeado por un grupo de rufianes, bastante típico: Hombres de la calle, armados con hachuelas y espadas cortas, armas fáciles de usar, ocultar y hacer desaparecer en medio de las sombras o una multitud, mientras alguien se desangra en el suelo sin saber quien o que le ha dado muerte. Quien si llamaba poderosamente la atención era un seeq de piel cobriza, con una de las aletas de su nariz hocicuda cortada, probablemente una vieja herida. Su masa corporal era espectacular, y sus largas orejas estaban adornadas con aros dorados, distribuidos de forma irregular. Uno de sus brazos estaba cubierto con placas metálicas, sosteniendo una rodela de la que salían dos puntas afiladas, de veinte centímetros de largo cada una, en direcciones opuestas. En la otra mano tenía un martillo de guerra, de tamaño medio para cualquier hume, pero ligero para alguien de su envergadura, con sus bordes frontal y superior acabados en feas puntas, curvadas como el pico de un ave. El resto de su cuerpo estaba protegido por varias piezas de armadura, alrededor de su lado izquierdo, el que portaba la rodela y ofrecía a su oponente en combate. Griev no tardó en darse cuenta de que estaba ante alguien mucho más duro que un vulgar asaltador. Desenvainó su espada y empezó a acortar distancias con los rufianes, a los que él y sus hombres superaban en número.
- ¿Tienen autorización para vagar por las calles a estas horas? – Preguntó con tono formal, a la vez que tenso y autoritario. - ¿O motivos legítimos al menos?
- Claro que sí, oficial. – Dijo el hombre con tono tranquilo, como si no fuese consciente del peligro que corría. Griev se adentró en la calle, esperando acercarse lo suficiente para evitar que ese insensato fuese herido. – Puedo vagar por que la zona este de Rabanasta es mi parte de la ciudad. Y quiero decir “mía” en un sentido plenamente posesivo.
Emitiendo apenas poco más que un murmullo, media docena de ventanas se abrieron, mientras que el doble de figuras habían aparecido, repartidas entre el final de la calle, que los soldados habían dejado atrás, y los tejados. Aunque sus movimientos no eran tan uniformes ni disciplinados como los de sus hombres, el chasquido de doce ballestas al ser preparadas era mucho más inquietante. La rendición nunca fue una idea aceptable para un Drestavak, pero la retirada tampoco era posible. Su mano del escudo se alzó levemente, mientras intentaba coger con disimulo el silbato que prendía de su cuello.
- Señor oficial, sus compañeros oirán su aviso, pero cuando lleguen solo habrá aquí cinco cadáveres en una calle vacía. ¿Podrían sus tropas arrojar hacia mí sus silbatos? Son un utensilio de lo más molesto y demasiado ruidoso para estas horas, ¿no cree? – Griev miró a sus hombres, intranquilos y vigilantes. Tan solo esperaban una orden, pero era evidente que deseaban con todas sus fuerzas no llegar a oírla esa noche. Lentamente, descolgó el silbato de su cuello y lo arrojó al hombre, que no se molestó en recogerlo. – Muchas gracias, oficial. Por favor, acérquese.
- El ejército de Arcadia no se tomará a broma el asesinato de cinco de sus soldados, señor mío. Ya hemos tomado el país, y créame: Usted no es una amenaza mayor. – Dijo con tono firme.
- Me parece lógico… Por favor, retire ese casco. – “Yelmo”, estuvo a punto de corregir Griev. – Acompáñeme en mi paseo cinco minutos…
El hombre empezó a caminar hacia el final de la calle, donde había una pequeña plazoleta, adornada con un jardín, una fuente y cuatro bancos. Griev vio que el seeq se puso a sus espaldas, obligándolo a obedecer y siguiéndolo apenas a un metro de distancia. Intentó calcular sus posibilidades contra él, pero en seguida recordó a los ballesteros, y a sus soldados, bajo amenaza. El hombre lo esperaba, bebiendo de una pequeña petaca, para luego ofrecerle un trago.
- ¿Le gusta el brandy? – Griev rechazó con un gesto. – De servicio, entiendo… Mi nombre es Ganfalco, y como comprenderá, tengo mucho peso en este vecindario. Me habría gustado que este encuentro fuese mucho más… Civilizado, con una cena, algo agradable para beber, y una interesante charla de sobremesa, y así llegar a conocerle mejor… Oficial… - El silencio se hizo incómodo, y el militar decidió no jugar por las malas.
- Griev. Griev Drestavak. Teniente asignado a la guardia nocturna.
- Un placer, teniente. Espero que no encuentre una alteración del orden en un grupo de amigos que caminan hacia sus casas en grupo para disuadir a posibles asaltantes, o de vecinos que deciden comprobar el funcionamiento de sus herramientas en horas de tranquilidad. – Griev alzó una ceja, conteniendo una queja cínica. – Son cazadores, ¿sabe? De escorias.
- Escorias… - Respondió Griev. – Comprendo.
- Comprenderá usted que no todo es lo que parece durante la noche. Actividades de lo más inocuo resultan sospechosas a ojos poco expertos, pero un militar experimentado como usted, teniente Drestavak, sabe distinguir entre el grano y la paja.
- Todo sea por evitar incidentes, y consecuencias. - “Yo también se insinuar cosas”, pensaba el militar, “y más te vale dejar vivir a mis soldados.
- Incidentes… - Ganfalco escupió la palabra. - Qué molestia, ¿verdad? Hablando de incidentes… Mis amigos y yo hemos de volver a nuestros hogares, pero en esta calle vive una anciana tía mía. Me gustaría que sus hombres…
- ¡Mis soldados! – Interrumpió el militar, sin alzar la voz, pero con tono imperativo. Su acompañante sonrió de forma inquietante, sorprendido por el exabrupto, especialmente con lo que había en juego.
- Mis disculpas, teniente. – Se llevó dos dedos a la frente, inclinando la cabeza un ápice. – Sus soldados. ¿Podrían quedarse unos diez minutos por aquí, solo para estar seguros de que nada perturba los sueños de mi tía y sus vecinos? Temo que alguien pueda estar a la espera de que nos vayamos para hacer algo.
- Supongo que no habrá problema. – Se obligó a sí mismo a responder, irguiéndose ante su interlocutor, a una distancia tan próxima que puso alerta al seeq. Mantener las formas le ayudaba a mantener la dignidad, a dejar claro que no se sentía intimidado.
- Muchísimas gracias, teniente. Me quedo mucho más tranquilo. – Dijo tendiéndole la mano, que Griev no tomó.
- Señor… - Dijo con una inclinación de su cabeza, igual de leve que la que había recibido antes. La mano que Ganfalco había tendido le dio un par de palmadas en el brazo izquierdo, con una confianza que lo incomodaba.
- Veo que finalmente el orden se establece en Rabanasta. – Dijo mientras se iba, respaldado por el seeq.
Al final de la noche, todos prefirieron omitir lo sucedido en el informe. No había heridos, ni rastros de ningún crimen evidente. Por lo visto, no había sido más que un saludo. Griev se fue a dormir, intranquilo, pero aliviado por que ninguno de sus soldados había sufrido ni siquiera un rasguño. Horas después, con el sol ya pasado el mediodía, un niño, un mozo de cuartel, lo despertó de su sueño, entregándole un pequeño cilindro de madera, de los usados por el ejército de arcadia para transmitir instrucciones a las tropas. En su interior había un pliego de papel enrollado, sin sello alguno, y dentro del pliego una considerable pila de monedas de oro.
“La eficacia de su unidad no deja de asombrarme, teniente. Sepa usted que ha ganado un amigo entre la población.
Afectuosamente: G.”
jueves, 6 de noviembre de 2008
13.
La taberna “El cangrejo azul” no era una excepción: era la más sucia, maloliente y barata de las tabernas del barrio más pobre de la zona. Construida en oscura y carcomida madera veteada, cubierta de algas y adornos marinos tales como conchas y algún fosilizado pez, los clientes no dejaban de ser los clásicos vagabundos y marinos viejos, cubiertos de callosidades y verrugas por todos lados. El único que desentonaba era un tipo de unos veintitantos, o al menos ese aspecto daba a simple vista hasta que uno se fijaba en su pelo, que era una mezcla de níveo y grisáceo bastante extraño. El pelo era corto y liso, y sus ojos azules sobre una nariz chata que resultaba raro si uno lo juntaba con las orejas, ligeramente alargadas y picudas en la parte alta.
También era el más deprimido de los que allí había, y eso que la mayoría, pese a ser el escalafón más bajo de la sociedad, estaban mínimamente alegres. ¿Efecto de la bebida, o simple pasotismo? Nadie podría decirlo con certeza, quizás fuera una mezcolanza de ambas. El caso es que aquel hombre, rodeado de borrachos piratas de mar, marinos y demás calaña, era la figura gris de la fiesta.
Miraba fijamente el fondo de una desportillada jarra de barro cocido, en donde solamente quedaban los posos del peor vino que podía servirse. Digamos, para hacernos a la idea, que una caja de botellas, que rondaría la veintena de litros, no llegaba a completar un guil entero. Dos tragos, y ya podías tener una cuadra cerca porque el vientre se te iba a quedar vacío en menos que tarda en cantar un chocobo.
Pues aquel hombre ya llevaba dos botellas.
“Nada como el alcohol para ahogar las penas” fue lo que el tabernero le había dicho mientras le servía el quinto vaso, para después irse a la escupidera a vaciar sus hinchadas mejillas y hablar con un viejo lobo de mar que según parecía, era amigo suyo desde hacía muchos años. “Nada como el alcohol para ahogar las penas”… Si por él fuera, le hubiera roto la crisma allí mismo en cuanto soltó esa frase.
Estaba destrozado. Antes poseía todo: un buen trabajo como soldado, amigos que le respetaban, una bonita vivienda en Arcadis… Y ahora, todo lo que le quedaba era una mínima bolsita con apenas veinte guiles. Adiós vivienda, adiós amigos que respetaban, adiós trabajo. Suponía que era cierto aquello de “Falla al Imperio, y este te fallará a ti”. Pero hasta aquel día en que fue capturado por dos presos que le robaron la armadura y se fugaron, nunca creyó que esa clase de justicia fuera tan dura. Él, despedido y sin una sola pieza de oro, abandonado a su suerte. El capullo del soldado que se cargó al bangaa, ascendido a juez. ¡Pero si tan siquiera había encontrado al otro gilipollas fugado!
El hume fugado… El origen de su tortuosa existencia. Todo su pesar, sus malogrados pensamientos y proyectos de futuro, toda su nueva forma de vida rodeaban a aquel vagabundo lleno de barro y sudor.
Apartó sus pensamientos cuando uno de los compañeros de bebida le empujó violentamente, aplastándole el abdomen contra la madera oscurecida que conformaba la barra. Dando gracias a la carcoma por haber reblandecido la plancha sobre la que se apoyaba; pero suerte corría el que se había chocado con él, pues se encontraba tirado por los suelos con la nariz enrojecida y sin conocimiento. Por lo visto, habían iniciado una pelea, y en la emoción de la embriaguez y la euforia, habían envuelto a medio bar dentro de la lucha.
El viejo lobo de mar amigo del tabernero era completamente diferente a su compañero: mientras que el dueño del antro era la clásica estampa gorda, clava y maloliente, el marino era barbado y canoso, delgado y también maloliente, quizás la única característica que ambos compartían si se eliminaba el hecho de que ambos eran bebedores empedernidos. Fue precisamente el hombre de la barba cana quien se acercó al joven de pelo blanco, y dándole una palmada en la espalda, entabló conversación con él.
- ¡Anímate, hombre! Sí esto es casi una fiesta, la noche más animada de muchas que he vivido aquí. Alegra esa cara – dijo cuando éste le miró con cara de perro – Venga, te invito a una copa y una ración de pepino de mar.
- No me interesa hacer amigos… Pero no te niego ese trago que me ofreces.
El tabernero parecía estar de buen humor cuando sirvió la tapa con el vaso de vino. Vino del barato, claro está.
Y justo cuando fue a morder el pepino, este le lanzó un chorro de un líquido blanquecino y espeso, que le cubrió por completo cara y pecho. Toda la taberna prorrumpió en carcajadas, y no fueron pocos los que empezaron a gritar las palabras imbécil y gilipollas en un tiempo record.
- ¡Jua, jua, jua! – tabernero y lobo de mar articulaban los sonidos casi completamente a la vez, como si fueran uno solo o lo hubieran ensayado mil veces - ¡El pepino de mar lanza un chorrazo cuando se siente amenazado! En tu puta boca, chaval…
- Nadie… - se iba levantando lentamente, visiblemente rojo y enfadado, con una voz que parecía a punto de estallar en un grito – se… ríe… de… Keirgrand… Sforza... ¡Nadie!
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El brillo de la teleportita se mostraba en franjas anaranjadas y parduzcas de forma veteada mientras Keirgrand la movía entre su mano. Acababa de salir de aquel cubo de hielo antes conocido como “El cangrejo azul”, lleno de estatuas de cristal que a la mañana encontrarían, heladas y muertas. Lo mejor sería trasladarse, y sabía donde hacerlo.
Tocando el cristal anaranjado, evocó sus recuerdos a la ciudad desértica, y se dirigió allí: Rabanasta. Nada más llegar, el olor del humo y las pavesas que flotaban le llegaron, ensuciando el cabello entrecano y obligándole a cerrar los ojos. Las llamas crepitaban en aquella calle, y varios vecinos se habían congregado para apagar con cubos el incendio. En otras condiciones, el antiguo soldado hubiera ayudado con su magia, pero en estos momentos sólo pensaba en una cosa.
Venganza.
domingo, 21 de septiembre de 2008
12
Ésa era la palabra. El líquido rojo, néctar de la vida de todos y cada uno de los habitantes de Ivalice. En aquellos momentos, Lorne sólo era capaz de pensar en cuál sería su siguiente víctima por encargo o por el azar. El hombre ya mayor, parecía un viejecito normal y corriente, e indefenso, pero aquello lo hacía aún más peligroso. En aquel momento iba sin camisa, vestido únicamente con unos pantalones de lino negro, mientras sus viejos y maltrechos músculos se dejaban en forma de delgadísimos brazos gastados por el cruel paso del tiempo. Estaba extremadamente delgado, parecía un huraño del desierto, aunque se pasaba los días en la ciudad. Se apoyaba en un cayado hecho con la pata de un enorme águila del desierto de Rabanasta, una prueba más de su mortífera fuerza.
La oscura tez tostada al sol la tenía recubierta de cicatrices de cuando aún era joven, cuando todavía servía en el clan, sin embargo nunca pretendió llevar aquella vida.
Sólo quería matar. Era una manía enfermiza, sí, pero le llenaba de placer. Caminaba encorvado, aparentando tener un dolor de espalda aguantado en angustioso silencio, a pesar de que estuviese en plena forma física.
Estuvo paseando por todo el bazar durante horas, hasta que se chocó con un bangaa tapado con vestiduras completamente negras, aparentemente ya viejo, a pesar de que no fuese así, con la verde piel escamosa y seca. No valía la pena un objetivo así.*
Siguió vagando cansinamente durante horas, hasta que, al ver que no había nadie que mereciese la pena, lanzó una moneda al aire.
Cara, mataría a un hombre, cruz, a una mujer. Cruz.
“Veinte personas...” Pensó para sus adentros con sadismo, mientras en los ojos negros como azabaches aparecían unos destellos de depravación. Contó las veinte mujeres. A la última, la mataría.
Al fin la halló, una jovencita adorable y apetitosa, parecía ser del bazar, pues iba mal vestida pero sí recatada, y bien armada, pues tres dagas le decoraban la cintura, y dudaba que esa moza fuese carnicera. La observó de arriba abajo, desde luego tenía un cuerpo de lo más hermoso, a pesar de que no dejase ver más que las manos y la cara. El pelo era de un color anaranjado, mas no llegó a distinguir los ojos.
La presa perfecta.
Dejó que la muchacha doblase la esquina y empezó a seguirla disimuladamente. A pesar de ser viejo, era rápido cuando quería, y discreto sobre todo. La confiada joven siguió andando hasta que entró en un caseto maltrecho.
Lorne se quedó al lado de la puerta descubierta, esperando a que ella saliese.
Estuvo alrededor de varias horas esperando, sin embargo, no le importaba, aquella noche iba a matar... no corría prisa. Se apoyó en el marco y se hizo el dormido, como si estuviese dormitando. Un ladronzuelo se le acercó, esperando a cortarle la bolsa, y, a pesar de que el anciano estaba consciente, lo dejó marchar...
Tres metros. Chasqueó los dedos y pensó para sí: “Piro”
Inmediatamente, el ladrón estalló en llamas, aunque no llegó a gritar, pues Lorne chasqueó los dedos de nuevo y volvió a pensar: “Mutis”
El ladrón se revolvió, se tiró al suelo intentando apagarse, e incluso esperaba a que alguien lo salvase, mas nadie apareció por el callejón. Observó al cortabolsas durante unos segundos, hasta que cayó al suelo, muerto. Las llamas se apagaron casi al instante una vez muerto. Dio un palmetazo seco con la mano en dirección al ladrón, mientras volvía a decirse para sí: “Aero.” El cadáver salió disparado por una fortísima ráfaga de viento, lanzándolo, posiblemente, al otro extremo del bazar, no lo sabía con exactitud, pero estaba seguro de que nadie sospecharía que lo mató él.
Siguió haciéndose el dormido, hasta que la muchacha salió, ya más destapada, como si tuviese intención de ir a algún sitio en especial.
“Más facil por mi parte” Se dijo para sí. Nada más pasar por delante de él, abrió los ojos y con un movimiento de su bastón, la dejó inconsciente de un golpe en la parte trasera del cráneo, pero no lo bastante fuerte como para matarla.
Quería verla sufrir.
La cogió por un pié y se la llevó dentro de la casucha, sabiendo que nadie lo estaba mirando. Cogió las cadenas que acostumbraba a llevar en el zurrón y se las puso alrededor de las muñecas y los tobillos. Con un mazo, las clavó en la pared de yeso y la dejó a metro y medio sobre el suelo, colgando. Esperó a que se despertase.
Recuperó la conciencia a las tres horas.
-Ah... mi... mi cabeza... -Al ver que estaba encadenada y en su propia casa, prácticamente se quedó sin palabras.-¿¡Qué hago aquí!?-Se limitó a gritar, al ver a Lorne. El marchito anciano estaba sentado encima de una mesa rodeada de cuatro sillas de madera carcomida. La casa, compuesta por tres habitaciones, estaba escasamente amueblada, especialmente aquella sala, parecía haber sido desmantelada a conciencia a excepción de aquella mesa y las sillas.
Estaban en lo que parecía la cocina, ya que había algunos jamones y chorizos colgando del techo. Lorne rió al ver la confusión de la chica.
-¿Tú qué crees?-Se limitó a responder con una voz grave, demostrando no ser el anciano que aparentaba. La chica guardó silencio, mientras la barbilla le temblaba del miedo, parecía que iba a estallar en llantos como una niña asustada, aunque luchaba contra el terror lo mejor que podía.-¿No llora?-Preguntó arrogantemente el asesino.-Esto te dará motivos.-Cogió un cuchillo que había encima de la mesa
-¿Qué vas a hacer? ¡No!-Chilló mientras el anciano clavaba la punta del puñal en el muslo de la chica. Las lágrimas brotaron de los ojos y empezaron a resbalar por su tez, cayendo sobre la calva del anciano.
Lorne empezó a cortar a la muchacha poco a poco, mientras ésta chillaba y lloraba.
-¿Ahora lloras, eh?-Preguntó mientras seguía torturándola y lamiendo los cortes, probando su sangre. Cuando terminó con las piernas, se subió a una silla, poniéndose erguido, y le desgarró la fina seda de su cuerpo y la dejó desnuda de cintura para arriba. Empezó a cortarle, empezando en cada uno de los hombros, alrededor de los pechos y terminando en el vientre. Chillaba y lloraba, desesperada. Aquello sólo hacía que Lorne se empeñase aún más en su “labor” y le gustase aún más lo que estaba haciendo.
La muchacha estaba recubierta de sangre, jadeando y llorando, ya no gritaba, pues la garganta le dolía tanto que no podía hablar siquiera. Lorne la observó, con la mirada fría.
Lanzó el cuchillo que sostenía en la mano, yendo a clavarse en el estómago de ella. Un par de golpes más y pondría fin a su existencia. Cogió el cayado y le rompió ambas piernas. La chica dejó de llorar, dejó de sangrar. Estaba muerta.
Lorne empezó a reír a carcajadas y la descolgó. Le lamió el resto de la sangre y le quitó el pantalón de lana, mientras él también se bajaba el suyo.
Nunca estaba de más aquello.
Cuando terminó, salió de la casa con una sonrisa de psicópata desquiciado, apoyándose de nuevo en el cayado y aparentando ser un viejecito indefenso de nuevo.
Chasqueó los dedos y gritó para sus adentros, para que el conjuro saliese con inmensa fuerza: “PIRO”
Dicho esto, la casa estalló en llamas, como una bomba de relojería.
La gente no tardó en aglomerarse, intentando apagar el fuego antes de que se propagase.
domingo, 14 de septiembre de 2008
11.
Se adentró en las calles de la capital mientras el sol del mediodía se alzaba en el firmamento, entre el bullicio del mercado. Su gran corpulencia le hacía destacar, pero su depauperado aspecto disuadía a los curiosos: No aparentaba tener dinero con el que comprar, bienes que robar... Solo respuestas a preguntas que era más sensato no hacer. Algunas patrullas se fijaron en él, pero dado su deplorable aspecto no lo consideraron una amenaza. Ellos estaban para mantener a la población local bajo control, no para registrar apestosos vagabundos.
Algunos incluso se acercaron con animo de decir algo, pero una tos gorgojeante fue suficiente para disuadirlos. Ya les toca guardar una ciudad ocupada, con miradas de desconfianza y la continua paranoia por los grupos de resistencia clandestinos, y sus métodos despiadados de dar ejemplo. Solo faltaría contagiarse de algo raro de un indigente bangaa.
A lo largo de los pasillos del mercado subterráneo, el viajero se abrió paso entre gente de aspecto sospechoso y desagradable, que lo empujaban con desprecio al pasar. Tragándose su orgullo, agachó la cabeza y prosiguió con su camino en todas esas ocasiones, incapaz de permitirse arriesgarlo todo ahora que estaba tan cerca del final. En condiciones normales, esos niñatos, mafiosillos de tres al cuarto, habrían mordido el polvo de paso que aprendían a comportarse, pero esta vez no. Agotado y deshidratado, no le quedaba otra alternativa que dejarlo pasar.
Drenz apenas levantó la mirada mientras mascullaba un breve saludo cuando oyó el sonido de las hileras de trozos de caña hueca, que cubrían la puerta de la entrada y resonaban cada vez que llegaba un nuevo cliente. Su hermana habría saludado de forma mucho más entusiasta, pero él ahora mismo prefería estar dando una vuelta con sus amigos por el bazar. A sus quince años le molestaba enormemente tener que trabajar en la tienda de bisutería de su familia, sobre todo ahora que había encontrado una forma de peinarse y de llevar la chaqueta que le favorecía, y había logrado al fin que Bredia, la hija del panadero, se fijase en él. Al ver el aspecto del recién llegado, su primera reacción fue intentar echarlo.
- No. No te vamos a dar nada, estamos tan faltos de dinero como tú. Estas invasiones son malas para el negocio.
- Agua... – Insistió el vagabundo.
- ¡Vete antes de que llamemos a los soldados! – Insistió el chaval.
- Mira, rubito... – Dijo el bangaa, descubriendo su rostro, y al verlo, los ojos de Drenz se abrieron como platos. – Te enseñé a respetar a los mayores en su momento, pero me parece que vas a necesitar un buen repaso.
- ¡Hreego! ¿Eres tu de verdad?
- Sse máss silenciosso, o lass cosass se van a poner difíciles. – Dijo instándole a calmarse, mientras la hermana mayor, con el pelo un poco más oscuro que el de su hermano, y los ojos más claros y vivaces, aparecía por la puerta de la trastienda, preocupada.
- ¿Qué pasa? ¡Hreego! Pasa, rápido. ¡Antes de que te vean!
- Graciass, Trieva. – Sonrió mientras le revolvía el pelo. - ¡Que mayor te hass hecho!
- Hay comida y agua en la trastienda, y seguro que podré encontrar algo limpio para que te vistas. También puedes asearte, si quieres.
- Perfecto, hablaremoss entonces...
Cuando el bangaa marchó, los hermanos no pudieron evitar comentar lo demacrado que estaba. A pesar de ser adulto, su piel ya empezaba a tornarse seca y quebradiza, probablemente por la deshidratación y las vicisitudes a las que se ha visto sometido. Trieva y Drenz se habían criado junto a Hreego, como si fuese una especie de tío favorito. Era uno de los compañeros de su padre, Fjoran, uno de los mayores ladrones de la ciudad de Rabanasta. Aunque siempre habían intentado evitar la violencia, la presencia de Hreego en el grupo era como un seguro de vida para deshacerse de forma rápida de los guardias. El tercer miembro de la cuadrilla era Valare. Una viera especialista en asegurar el éxito de sus felonías por medio de la magia. Normalmente robaban metales preciosos que fundían para que Fjolin, hermano pequeño de Fjoran, fabricase los productos que vendía en esta tienda. El problema es que cinco años atrás, algo salió mal y fueron todos capturados, y enviados a las mazmorras de la fortaleza de Nalbina, con lo que nadie esperaba volver a verlos con vida nunca más.
Cuando Hreego salió del aseo, con ropas limpias que había ido Drenz a comprar mientras, fue cuando se sentó ante los hermanos, que lo miraban fijamente sin atreverse a hacer fatídica pregunta.
- Ssi. Vuesstro padre esstá vivo. – Drenz se permitió un amplio suspiro de alivio, pero Trieva mantuvo la compostura. Era cuatro años mayor que su hermano, y mucho más responsable, al verse obligada a cuidar de él con la única ayuda del tío de ambos, que actualmente estaba de viaje en Bhujerba. – Pero sigue prisionero en Nalbina.
- ¡Tenemos que sacarlo de ahí! – Exclamó decidida Trieva, anticipándose a su hermano, que no tardó en apoyarla.
- Creíamos que nunca os volveríamos a ver... – Dijo Drenz, que siempre había sido el favorito de Hreego, por ser pendenciero y arrojado.
- Hay un problema. – Interrumpió el bangaa. – No podemos ir tan pronto. Yo esstoy agotado y vossotros no sobreviviríaiss en un lugar assí. – Comentó tajante, enfriando sus entusiasmos con la dura realidad. – No puede sabersse que me he fugado y esstoy en la ciudad o reforzarán la ley marcial y la vigilancia de Nalbina.
- Es cierto... – Dijo Trieva. Drenz apoyaba ahora mismo su espada corta sobre la mesa. No la había usado más que para practicar solo desde que su padre fue hecho prisionero.
- ¿Y Valare? – Preguntó el adolescente, acordándose de la tercera integrante del grupo de su padre.
- Esso irá después de que vuesstro padre sea liberado: Encontrar a Valare.
- ¿No está en Nalbina? – Inquirió Trieva sorprendida.
- Nunca llegó a entrar. – Sentenció Hreego. Todo estaba dicho al respecto.
Pasaron el resto de la noche, hasta tarde, poniéndose al día. Aunque a los hermanos les dolía oír las penurias que tenía que aguantar su padre, les alegraba saber que seguía con vida, y dentro de lo posible, estaba bien. Al día siguiente, cuando el bangaa hubiese descansado, empezarían a moverse.
miércoles, 30 de abril de 2008
Poderes de administrador
Por ello, y porque no puedo hacerlo funcionar muy bien, os he acabado dando poderes. Si ahora alguien sabe meter un ShoutBox, me hace un gran favor xDD