El par de odres que me dio el aquél herrero de amplia nariz estaban llegando a su fin y yo seguía viendo arena en todas las direcciones. Llevaba ya dos días arrastrando los pies por aquella áspera y ardiente sustancia.
-Desde aquí, siga siempre hacia el oeste- me dijo el herrero cuando dejé su austera choza-Llegarás a Rabanasta.
No podía dejar de llevarme la mano al estómago y temía que la herida se infectase, pues a cada mínimo esfuerzo que hacía, los puntos se tensaban peligrosamente. Había sido insensato y acabé con el primer odre la misma tarde que partí y ahora la ropa se me pegaba asquerosamente a la piel; pantalón y camisa blancos, de una tela ligeramente rugosa, chaleco de cuero y sandalias de esparto. Me había recogido la melena con una cinta de seda y llevaba un fardo a la espalda con el agua y la comida: cecina de lobo.
-Seré idiota, voy a morir aquí-maldije con la mano en la frente a modo de visera. El horizonte se fundía en monstruosas ondulaciones causadas por el calor- Tengo un tajo enorme y ni siquiera tengo claro por qué es tan importante para mi un collar…
Una formación rocosa me sirvió de sombra durante una hora, hasta que el sol apareció sobre mi. Una cocatriz corrió cerca con sus cortas patas y picoteó una delicada flor de puntiagudas formas para sacar las raíces y beber su preciado líquido. Yo me fijé atentamente y cuando el ave se hubo ido, me acerqué a una de esas flores, que crecía en corrillo ceca de una enorme piedra. La planta tenía unos ásperos pétalos, pero de un blanco intenso, mientras que las hojas eran estrechas y tenían pequeños pinchos. La cogí de los pétalos con cuidado y tiré de ella hasta que se separó de la arena. Las raíces, rugosas y finas, dejaron caer unas pocas gotas sobre mi lengua.
Cuarto de hora después comencé a maldecir a aquella cocatriz y las estúpidas flores. Tenía las manos hinchadas por culpa de los pinchos del tallo y su aparente veneno y un sabor amago me atormentaba a cada instante. Al parecer, yo no tenía el mismo estómago que aquellos pájaros y minutos después caí sobre la arena con tremendas náuseas.
-¡Eh, señor! Despierte.
Una mano pasó por mi nuca y alguien me humedeció los labios. La luz solar me impactó de lleno y entrecerré los ojos un rato.
-¿Tú no eres…?-dije al ver a un muchacho a mi derecha.
-Landwirt, señor. Mi padre me pidió que fuese a Rabanasta a por un martillo nuevo y así vigilaría si llegabas sano y salvo.
-Pues menos mal-agradecí incorporándome con esfuerzo. Tenía el estómago revuelto y un tremendo dolor de cabeza- De no ser por ti, ya sería la cena de los carroñeros.
-Flor de fuego-dijo mirando mis manos hinchadas- Mi padre consigue hacer una infusión con ellas, pero son muy engañosas: Tienen un líquido que te deshidrata rápidamente.
Aquél chico quería conocer mundo, pero se sentía orgulloso de todo lo que su padre y el desierto le habían enseñado. Me ofreció la mano para levantarme y me ofreció de una bota hecha de piel de lobo.
No quería abusar de semejante amabilidad, así que di un ligero sorbo. Entonces la garganta me ardió y noté cómo el pequeño trago caía con aplomo en mi estómago y calentaba sus paredes con rapidez.
-No me tomes por borracho-dijo con una sonrisa pícara al ver mi reacción- Con este licor aguantas una semana en este desierto.
Resulta que me había desviado, seguramente durante el incidente con la flor de fuego, y estaba yendo dirección sur. Con Landwirt acompañándome, en esa misma tarde ya se podían ver las puertas de Rabanasta. Nunca había estado allí, pero me esperaba algo más.
-Pensaba que las puertas serían más grandes-le comenté a Landwirt mientras las atravesábamos.
-Puertas no muy grandes y muchos soldados es una buena combinación.
Ya estaba anocheciendo y eché un último vistazo al horizonte y su vasto desierto. Una fusión cárdena y rojiza despedían al sol por hoy.
Pese a ser hora de cierre, muchos puestos aprovechaban los últimos rayos de luz para vender el género, mientras que comerciantes y viajeros de otras tierras buscaban dónde alojarse por la noche, si es que podían permitirse una cama.
-Yo tengo que comprar ese martillo-Landwirt señaló el suelo con el dedo índice-¿Quedamos aquí mismo?
-De acuerdo-acepté- Yo iré a hacer unas cosas mientras.
Decidí buscar alguna tienda de abalorios algo similar, con la esperanza de saber algo del que me robó el colgante; si me lo robó en el desierto, tendría que haber pasado por Rabanasta seguro.
En la esquina de una bocacalle había un bangaa de piel tostada metiendo lustrosas pulseras de plata y anillos con intrincados detalles de mitrhil en suaves bolsas de seda. Tenía joyas caras, pero su reputación no parecía ser tan alta. Era tuerto, le faltaba un dedo en la mano izquierda y mantenía un kukri colgado de su cinturón para que los ladrones se lo pensasen dos veces al verlo.
Estaba ya recogiendo así que me acerqué corriendo.
-Perdona.
-Esstá cerrado-me espetó con una voz gutural.
-Es que quiero preguntarle por un colgante-le dije ofreciéndole la mano.
-¿Tú también? Ya van tress en esssta tarde- tres personas eran demasiado, esto me estaba superando.
-¿Y te dijeron cómo era?
-¡Yo que sssé! Un dragón de plata con un zafiro creo.
Un soldado pasó por la calle paralela con todo su escuadrón. Había empezado el turno de noche y el bangaa no tenía ganas de enfrentarse a la autoridad.
-¿Y sabes algo de ese colgante?- le pregunté de nuevo.
-¿Ssabesss? Loss otross clientesss eran menos pessadosss que tú-me susurró molesto, salpicándome con tantas eses.
-Pero es que…
Un lejano pero claro sonido de ballestas cargadas le puso los pelos de punta al tendero y decidió acabar con mi tozudez por el camino rápido.
-¡Martillo pilón!-gritó antes de golpearme. Su brazo derecho, con el puño cerrado, bajó verticalmente y me golpeó de forma brutal en la coronilla.
La fuerza del hombre lagarto y la debilidad que arrastraba del desierto me dejaron K.O en el suelo.
-Ouragan, coge este colgante y huye.
-Pero padre…
-¡Hazme caso!¿O acaso no crees que tu padre pueda contra cinco seeqs?
-¿Y qué hago con ello?
-Esconderlo, que nunca te lo quiten. Sal de Nalbina y ve por mar.