martes, 28 de abril de 2009

15.

El par de odres que me dio el aquél herrero de amplia nariz estaban llegando a su fin y yo seguía viendo arena en todas las direcciones. Llevaba ya dos días arrastrando los pies por aquella áspera y ardiente sustancia.

-Desde aquí, siga siempre hacia el oeste- me dijo el herrero cuando dejé su austera choza-Llegarás a Rabanasta.

No podía dejar de llevarme la mano al estómago y temía que la herida se infectase, pues a cada mínimo esfuerzo que hacía, los puntos se tensaban peligrosamente. Había sido insensato y acabé con el primer odre la misma tarde que partí y ahora la ropa se me pegaba asquerosamente a la piel; pantalón y camisa blancos, de una tela ligeramente rugosa, chaleco de cuero y sandalias de esparto. Me había recogido la melena con una cinta de seda y llevaba un fardo a la espalda con el agua y la comida: cecina de lobo.

-Seré idiota, voy a morir aquí-maldije con la mano en la frente a modo de visera. El horizonte se fundía en monstruosas ondulaciones causadas por el calor- Tengo un tajo enorme y ni siquiera tengo claro por qué es tan importante para mi un collar…

Una formación rocosa me sirvió de sombra durante una hora, hasta que el sol apareció sobre mi. Una cocatriz corrió cerca con sus cortas patas y picoteó una delicada flor de puntiagudas formas para sacar las raíces y beber su preciado líquido. Yo me fijé atentamente y cuando el ave se hubo ido, me acerqué a una de esas flores, que crecía en corrillo ceca de una enorme piedra. La planta tenía unos ásperos pétalos, pero de un blanco intenso, mientras que las hojas eran estrechas y tenían pequeños pinchos. La cogí de los pétalos con cuidado y tiré de ella hasta que se separó de la arena. Las raíces, rugosas y finas, dejaron caer unas pocas gotas sobre mi lengua.

Cuarto de hora después comencé a maldecir a aquella cocatriz y las estúpidas flores. Tenía las manos hinchadas por culpa de los pinchos del tallo y su aparente veneno y un sabor amago me atormentaba a cada instante. Al parecer, yo no tenía el mismo estómago que aquellos pájaros y minutos después caí sobre la arena con tremendas náuseas.

-¡Eh, señor! Despierte.

Una mano pasó por mi nuca y alguien me humedeció los labios. La luz solar me impactó de lleno y entrecerré los ojos un rato.

-¿Tú no eres…?-dije al ver a un muchacho a mi derecha.

-Landwirt, señor. Mi padre me pidió que fuese a Rabanasta a por un martillo nuevo y así vigilaría si llegabas sano y salvo.

-Pues menos mal-agradecí incorporándome con esfuerzo. Tenía el estómago revuelto y un tremendo dolor de cabeza- De no ser por ti, ya sería la cena de los carroñeros.

-Flor de fuego-dijo mirando mis manos hinchadas- Mi padre consigue hacer una infusión con ellas, pero son muy engañosas: Tienen un líquido que te deshidrata rápidamente.

Aquél chico quería conocer mundo, pero se sentía orgulloso de todo lo que su padre y el desierto le habían enseñado. Me ofreció la mano para levantarme y me ofreció de una bota hecha de piel de lobo.

No quería abusar de semejante amabilidad, así que di un ligero sorbo. Entonces la garganta me ardió y noté cómo el pequeño trago caía con aplomo en mi estómago y calentaba sus paredes con rapidez.

-No me tomes por borracho-dijo con una sonrisa pícara al ver mi reacción- Con este licor aguantas una semana en este desierto.

Resulta que me había desviado, seguramente durante el incidente con la flor de fuego, y estaba yendo dirección sur. Con Landwirt acompañándome, en esa misma tarde ya se podían ver las puertas de Rabanasta. Nunca había estado allí, pero me esperaba algo más.

-Pensaba que las puertas serían más grandes-le comenté a Landwirt mientras las atravesábamos.

-Puertas no muy grandes y muchos soldados es una buena combinación.

Ya estaba anocheciendo y eché un último vistazo al horizonte y su vasto desierto. Una fusión cárdena y rojiza despedían al sol por hoy.

Pese a ser hora de cierre, muchos puestos aprovechaban los últimos rayos de luz para vender el género, mientras que comerciantes y viajeros de otras tierras buscaban dónde alojarse por la noche, si es que podían permitirse una cama.

-Yo tengo que comprar ese martillo-Landwirt señaló el suelo con el dedo índice-¿Quedamos aquí mismo?

-De acuerdo-acepté- Yo iré a hacer unas cosas mientras.

Decidí buscar alguna tienda de abalorios algo similar, con la esperanza de saber algo del que me robó el colgante; si me lo robó en el desierto, tendría que haber pasado por Rabanasta seguro.

En la esquina de una bocacalle había un bangaa de piel tostada metiendo lustrosas pulseras de plata y anillos con intrincados detalles de mitrhil en suaves bolsas de seda. Tenía joyas caras, pero su reputación no parecía ser tan alta. Era tuerto, le faltaba un dedo en la mano izquierda y mantenía un kukri colgado de su cinturón para que los ladrones se lo pensasen dos veces al verlo.

Estaba ya recogiendo así que me acerqué corriendo.

-Perdona.

-Esstá cerrado-me espetó con una voz gutural.

-Es que quiero preguntarle por un colgante-le dije ofreciéndole la mano.

-¿Tú también? Ya van tress en esssta tarde- tres personas eran demasiado, esto me estaba superando.

-¿Y te dijeron cómo era?

-¡Yo que sssé! Un dragón de plata con un zafiro creo.

Un soldado pasó por la calle paralela con todo su escuadrón. Había empezado el turno de noche y el bangaa no tenía ganas de enfrentarse a la autoridad.

-¿Y sabes algo de ese colgante?- le pregunté de nuevo.

-¿Ssabesss? Loss otross clientesss eran menos pessadosss que tú-me susurró molesto, salpicándome con tantas eses.

-Pero es que…

Un lejano pero claro sonido de ballestas cargadas le puso los pelos de punta al tendero y decidió acabar con mi tozudez por el camino rápido.

-¡Martillo pilón!-gritó antes de golpearme. Su brazo derecho, con el puño cerrado, bajó verticalmente y me golpeó de forma brutal en la coronilla.

La fuerza del hombre lagarto y la debilidad que arrastraba del desierto me dejaron K.O en el suelo.

-Ouragan, coge este colgante y huye.

-Pero padre…

-¡Hazme caso!¿O acaso no crees que tu padre pueda contra cinco seeqs?

-¿Y qué hago con ello?

-Esconderlo, que nunca te lo quiten. Sal de Nalbina y ve por mar.

jueves, 23 de abril de 2009

14

Greiv Drestavak caminaba con paso lento y firme, ante sus tropas. Sus ojos grises reparaban en cada pieza de su armadura, cada correa, vaina, arma, ropajes... Todo debía ser perfecto... Impecable. Su función era ser ejemplares, aunque se viesen relegados al desagradable papel del ejército invasor que controla al "pueblo oprimido", y él, firme creyente en el imperio de Arcadia y en los ideales de valor, virtud y justicia que este representaba. Fiel a ello, llevaba con orgullo sus galones de teniente, al cargo de patrullar la ciudad de Rabanasta durante las horas nocturnas, encabezando las guardias liderando su propia unidad. Un grupo de cuatro guardias, especialmente elegidos por los servicios prestados bajo su mando en la toma de la ciudad.

- ¡Fieles soldados del imperio! - Exclamó, irguiéndose ante ellos, que lo contemplaban en perfecta formación. - Es nuestra misión preservar el orden, y nuestro deber como militares hacerlo del modo más eficiente posible. Se que muchos otros oficiales manchan su nombre y sus galones cometiendo actos despreciables, y vuestras mercedes saben que yo no soy así. No me permito caer en la pusilanimidad, la indolencia o la indisciplina, y exijo lo mismo de cada soldado que quiera seguirme. – Durante unos segundos contempló a sus tropas escuchar su arenga, como cada noche. Los soldados estaban incómodos con su estilo, sobre todo los que acababan de ser asignados a su pelotón. Él no permitía saqueos, pillajes ni abusos contra la población. Cualquier asesino de soldados, cualquier ladrón o criminal de algún tipo que los escogiese como objetivo encontraría un escondite fácil en la casa de cualquier vecino descontento con la invasión. Y peor era que tendría un pelotón de gentes furiosas en cualquier taberna, listo para respaldarlo con la única condición de tener superioridad numérica. Esto era mucho más fácil de lo que parecía, pues el pueblo se negaba a olvidar la muerte en batalla de Lord Rasler. Todo aquel que lo había seguido a la batalla le había entregado su lealtad, ya que a esos hombres no les importaba contener su barbarie a cambio de servir a un oficial que no busca que protejan su huída en cuanto las cosas se ponen un poco difíciles. Greiv elegía cuidadosamente sus palabras para motivarlos: Soldados, no hombres, remarcando que ellos eran superiores a cualquier enemigo, siempre y cuando hiciesen honor a su profesión. – Una noche más, soldados, demostraremos como de nuestra mano, el pueblo de Rabanasta y de toda Dalmasca puede mejorar su vida, con la generosa oferta de protección, seguridad y civilización que el imperio ofrece. Cuento con todos y cada uno de ustedes, soldados. Rompan filas.

Mientras ataba las correas de su yelmo, a sus espaldas empezaron a resonar los pasos de sus soldados, siguiéndole hacia su labor. Greiv se permitió una leve sonrisa de orgullo, avanzando hacia las puertas de la fortaleza.


La noche estaba resultando tranquila, más de lo esperable, dada la cantidad de gente extraña que había en la ciudad últimamente. No paraban de llegar extranjeros de extraños rasgos a las puertas de la ciudad, y esto era del todo inesperado, en una ciudad aún sujeta a la ley marcial. Sin embargo, no se podía prender a nadie solo por ser sospechoso. Los expeditivos métodos de justicia ejercidos tanto por los jueces como por el gobernador Vayne, solo los criminales más hábiles o los más estúpidos se atrevían a salir durante las noches. Esa en concreto, los estúpidos habían preferido dormir, pues tras cuatro horas de continua patrulla no habían dado con rufián alguno. El tedio era constante en su tarea, pero Griev siempre se recordaba a sí mismo y a sus hombres la importancia de esta. Una hora después de medianoche, con sus hombres cansados y medio dormidos por la inactividad, unos pasos en uno de los callejones, cerca de la puerta este de la ciudad, llamaron su atención. A un gesto de su mano, su patrulla aligeró el paso, siguiéndole hacia aquello que fuese lo que perturbaba el orden.

Al doblar la última esquina, se encontraron a un hombre de apariencia respetable, vestido con un abrigo de color azul marino y con un bastón en su zurda, que dado que apenas aparentaba haber superado la treintena, tenía complexión atlética y vista la empuñadura de plata maciza del cayado, no era sino mero ornamento. El resto de sus ropas eran también una ostentación de lujo, y sus andares y modos lo eran de altivez. Tenía la tez bronceada, y el cabello oscuro, con leves entradas en las sienes, un cuidado bigote y una perilla larga y afilada, como un aguijón, con un par de ojos grises visibles aún en la noche a esa distancia. Estaba rodeado por un grupo de rufianes, bastante típico: Hombres de la calle, armados con hachuelas y espadas cortas, armas fáciles de usar, ocultar y hacer desaparecer en medio de las sombras o una multitud, mientras alguien se desangra en el suelo sin saber quien o que le ha dado muerte. Quien si llamaba poderosamente la atención era un seeq de piel cobriza, con una de las aletas de su nariz hocicuda cortada, probablemente una vieja herida. Su masa corporal era espectacular, y sus largas orejas estaban adornadas con aros dorados, distribuidos de forma irregular. Uno de sus brazos estaba cubierto con placas metálicas, sosteniendo una rodela de la que salían dos puntas afiladas, de veinte centímetros de largo cada una, en direcciones opuestas. En la otra mano tenía un martillo de guerra, de tamaño medio para cualquier hume, pero ligero para alguien de su envergadura, con sus bordes frontal y superior acabados en feas puntas, curvadas como el pico de un ave. El resto de su cuerpo estaba protegido por varias piezas de armadura, alrededor de su lado izquierdo, el que portaba la rodela y ofrecía a su oponente en combate. Griev no tardó en darse cuenta de que estaba ante alguien mucho más duro que un vulgar asaltador. Desenvainó su espada y empezó a acortar distancias con los rufianes, a los que él y sus hombres superaban en número.


- ¿Tienen autorización para vagar por las calles a estas horas? – Preguntó con tono formal, a la vez que tenso y autoritario. - ¿O motivos legítimos al menos?
- Claro que sí, oficial. – Dijo el hombre con tono tranquilo, como si no fuese consciente del peligro que corría. Griev se adentró en la calle, esperando acercarse lo suficiente para evitar que ese insensato fuese herido. – Puedo vagar por que la zona este de Rabanasta es mi parte de la ciudad. Y quiero decir “mía” en un sentido plenamente posesivo.
Emitiendo apenas poco más que un murmullo, media docena de ventanas se abrieron, mientras que el doble de figuras habían aparecido, repartidas entre el final de la calle, que los soldados habían dejado atrás, y los tejados. Aunque sus movimientos no eran tan uniformes ni disciplinados como los de sus hombres, el chasquido de doce ballestas al ser preparadas era mucho más inquietante. La rendición nunca fue una idea aceptable para un Drestavak, pero la retirada tampoco era posible. Su mano del escudo se alzó levemente, mientras intentaba coger con disimulo el silbato que prendía de su cuello.
- Señor oficial, sus compañeros oirán su aviso, pero cuando lleguen solo habrá aquí cinco cadáveres en una calle vacía. ¿Podrían sus tropas arrojar hacia mí sus silbatos? Son un utensilio de lo más molesto y demasiado ruidoso para estas horas, ¿no cree? – Griev miró a sus hombres, intranquilos y vigilantes. Tan solo esperaban una orden, pero era evidente que deseaban con todas sus fuerzas no llegar a oírla esa noche. Lentamente, descolgó el silbato de su cuello y lo arrojó al hombre, que no se molestó en recogerlo. – Muchas gracias, oficial. Por favor, acérquese.
- El ejército de Arcadia no se tomará a broma el asesinato de cinco de sus soldados, señor mío. Ya hemos tomado el país, y créame: Usted no es una amenaza mayor. – Dijo con tono firme.
- Me parece lógico… Por favor, retire ese casco. – “Yelmo”, estuvo a punto de corregir Griev. – Acompáñeme en mi paseo cinco minutos…
El hombre empezó a caminar hacia el final de la calle, donde había una pequeña plazoleta, adornada con un jardín, una fuente y cuatro bancos. Griev vio que el seeq se puso a sus espaldas, obligándolo a obedecer y siguiéndolo apenas a un metro de distancia. Intentó calcular sus posibilidades contra él, pero en seguida recordó a los ballesteros, y a sus soldados, bajo amenaza. El hombre lo esperaba, bebiendo de una pequeña petaca, para luego ofrecerle un trago.
- ¿Le gusta el brandy? – Griev rechazó con un gesto. – De servicio, entiendo… Mi nombre es Ganfalco, y como comprenderá, tengo mucho peso en este vecindario. Me habría gustado que este encuentro fuese mucho más… Civilizado, con una cena, algo agradable para beber, y una interesante charla de sobremesa, y así llegar a conocerle mejor… Oficial… - El silencio se hizo incómodo, y el militar decidió no jugar por las malas.
- Griev. Griev Drestavak. Teniente asignado a la guardia nocturna.
- Un placer, teniente. Espero que no encuentre una alteración del orden en un grupo de amigos que caminan hacia sus casas en grupo para disuadir a posibles asaltantes, o de vecinos que deciden comprobar el funcionamiento de sus herramientas en horas de tranquilidad. – Griev alzó una ceja, conteniendo una queja cínica. – Son cazadores, ¿sabe? De escorias.
- Escorias… - Respondió Griev. – Comprendo.
- Comprenderá usted que no todo es lo que parece durante la noche. Actividades de lo más inocuo resultan sospechosas a ojos poco expertos, pero un militar experimentado como usted, teniente Drestavak, sabe distinguir entre el grano y la paja.
- Todo sea por evitar incidentes, y consecuencias. - “Yo también se insinuar cosas”, pensaba el militar, “y más te vale dejar vivir a mis soldados.
- Incidentes… - Ganfalco escupió la palabra. - Qué molestia, ¿verdad? Hablando de incidentes… Mis amigos y yo hemos de volver a nuestros hogares, pero en esta calle vive una anciana tía mía. Me gustaría que sus hombres…
- ¡Mis soldados! – Interrumpió el militar, sin alzar la voz, pero con tono imperativo. Su acompañante sonrió de forma inquietante, sorprendido por el exabrupto, especialmente con lo que había en juego.
- Mis disculpas, teniente. – Se llevó dos dedos a la frente, inclinando la cabeza un ápice. – Sus soldados. ¿Podrían quedarse unos diez minutos por aquí, solo para estar seguros de que nada perturba los sueños de mi tía y sus vecinos? Temo que alguien pueda estar a la espera de que nos vayamos para hacer algo.
- Supongo que no habrá problema. – Se obligó a sí mismo a responder, irguiéndose ante su interlocutor, a una distancia tan próxima que puso alerta al seeq. Mantener las formas le ayudaba a mantener la dignidad, a dejar claro que no se sentía intimidado.
- Muchísimas gracias, teniente. Me quedo mucho más tranquilo. – Dijo tendiéndole la mano, que Griev no tomó.
- Señor… - Dijo con una inclinación de su cabeza, igual de leve que la que había recibido antes. La mano que Ganfalco había tendido le dio un par de palmadas en el brazo izquierdo, con una confianza que lo incomodaba.
- Veo que finalmente el orden se establece en Rabanasta. – Dijo mientras se iba, respaldado por el seeq.


Al final de la noche, todos prefirieron omitir lo sucedido en el informe. No había heridos, ni rastros de ningún crimen evidente. Por lo visto, no había sido más que un saludo. Griev se fue a dormir, intranquilo, pero aliviado por que ninguno de sus soldados había sufrido ni siquiera un rasguño. Horas después, con el sol ya pasado el mediodía, un niño, un mozo de cuartel, lo despertó de su sueño, entregándole un pequeño cilindro de madera, de los usados por el ejército de arcadia para transmitir instrucciones a las tropas. En su interior había un pliego de papel enrollado, sin sello alguno, y dentro del pliego una considerable pila de monedas de oro.


“La eficacia de su unidad no deja de asombrarme, teniente. Sepa usted que ha ganado un amigo entre la población.
Afectuosamente: G.”