jueves, 6 de noviembre de 2008

13.

La noche ya despuntaba en Balfonheim, y como siempre los habituales lugareños se dedicaban a la actividad favorita de todo hombre con un bajo sueldo y poco que perder: ir a las tabernas a cogerse la mayor cogorza que le permitiera un vino barato y un salario diminuto.

La taberna “El cangrejo azul” no era una excepción: era la más sucia, maloliente y barata de las tabernas del barrio más pobre de la zona. Construida en oscura y carcomida madera veteada, cubierta de algas y adornos marinos tales como conchas y algún fosilizado pez, los clientes no dejaban de ser los clásicos vagabundos y marinos viejos, cubiertos de callosidades y verrugas por todos lados. El único que desentonaba era un tipo de unos veintitantos, o al menos ese aspecto daba a simple vista hasta que uno se fijaba en su pelo, que era una mezcla de níveo y grisáceo bastante extraño. El pelo era corto y liso, y sus ojos azules sobre una nariz chata que resultaba raro si uno lo juntaba con las orejas, ligeramente alargadas y picudas en la parte alta.

También era el más deprimido de los que allí había, y eso que la mayoría, pese a ser el escalafón más bajo de la sociedad, estaban mínimamente alegres. ¿Efecto de la bebida, o simple pasotismo? Nadie podría decirlo con certeza, quizás fuera una mezcolanza de ambas. El caso es que aquel hombre, rodeado de borrachos piratas de mar, marinos y demás calaña, era la figura gris de la fiesta.

Miraba fijamente el fondo de una desportillada jarra de barro cocido, en donde solamente quedaban los posos del peor vino que podía servirse. Digamos, para hacernos a la idea, que una caja de botellas, que rondaría la veintena de litros, no llegaba a completar un guil entero. Dos tragos, y ya podías tener una cuadra cerca porque el vientre se te iba a quedar vacío en menos que tarda en cantar un chocobo.

Pues aquel hombre ya llevaba dos botellas.

“Nada como el alcohol para ahogar las penas” fue lo que el tabernero le había dicho mientras le servía el quinto vaso, para después irse a la escupidera a vaciar sus hinchadas mejillas y hablar con un viejo lobo de mar que según parecía, era amigo suyo desde hacía muchos años. “Nada como el alcohol para ahogar las penas”… Si por él fuera, le hubiera roto la crisma allí mismo en cuanto soltó esa frase.

Estaba destrozado. Antes poseía todo: un buen trabajo como soldado, amigos que le respetaban, una bonita vivienda en Arcadis… Y ahora, todo lo que le quedaba era una mínima bolsita con apenas veinte guiles. Adiós vivienda, adiós amigos que respetaban, adiós trabajo. Suponía que era cierto aquello de “Falla al Imperio, y este te fallará a ti”. Pero hasta aquel día en que fue capturado por dos presos que le robaron la armadura y se fugaron, nunca creyó que esa clase de justicia fuera tan dura. Él, despedido y sin una sola pieza de oro, abandonado a su suerte. El capullo del soldado que se cargó al bangaa, ascendido a juez. ¡Pero si tan siquiera había encontrado al otro gilipollas fugado!

El hume fugado… El origen de su tortuosa existencia. Todo su pesar, sus malogrados pensamientos y proyectos de futuro, toda su nueva forma de vida rodeaban a aquel vagabundo lleno de barro y sudor.

Apartó sus pensamientos cuando uno de los compañeros de bebida le empujó violentamente, aplastándole el abdomen contra la madera oscurecida que conformaba la barra. Dando gracias a la carcoma por haber reblandecido la plancha sobre la que se apoyaba; pero suerte corría el que se había chocado con él, pues se encontraba tirado por los suelos con la nariz enrojecida y sin conocimiento. Por lo visto, habían iniciado una pelea, y en la emoción de la embriaguez y la euforia, habían envuelto a medio bar dentro de la lucha.

El viejo lobo de mar amigo del tabernero era completamente diferente a su compañero: mientras que el dueño del antro era la clásica estampa gorda, clava y maloliente, el marino era barbado y canoso, delgado y también maloliente, quizás la única característica que ambos compartían si se eliminaba el hecho de que ambos eran bebedores empedernidos. Fue precisamente el hombre de la barba cana quien se acercó al joven de pelo blanco, y dándole una palmada en la espalda, entabló conversación con él.

- ¡Anímate, hombre! Sí esto es casi una fiesta, la noche más animada de muchas que he vivido aquí. Alegra esa cara – dijo cuando éste le miró con cara de perro – Venga, te invito a una copa y una ración de pepino de mar.
- No me interesa hacer amigos… Pero no te niego ese trago que me ofreces.

El tabernero parecía estar de buen humor cuando sirvió la tapa con el vaso de vino. Vino del barato, claro está.
Y justo cuando fue a morder el pepino, este le lanzó un chorro de un líquido blanquecino y espeso, que le cubrió por completo cara y pecho. Toda la taberna prorrumpió en carcajadas, y no fueron pocos los que empezaron a gritar las palabras imbécil y gilipollas en un tiempo record.

- ¡Jua, jua, jua! – tabernero y lobo de mar articulaban los sonidos casi completamente a la vez, como si fueran uno solo o lo hubieran ensayado mil veces - ¡El pepino de mar lanza un chorrazo cuando se siente amenazado! En tu puta boca, chaval…
- Nadie… - se iba levantando lentamente, visiblemente rojo y enfadado, con una voz que parecía a punto de estallar en un grito – se… ríe… de… Keirgrand… Sforza... ¡Nadie!

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El brillo de la teleportita se mostraba en franjas anaranjadas y parduzcas de forma veteada mientras Keirgrand la movía entre su mano. Acababa de salir de aquel cubo de hielo antes conocido como “El cangrejo azul”, lleno de estatuas de cristal que a la mañana encontrarían, heladas y muertas. Lo mejor sería trasladarse, y sabía donde hacerlo.

Tocando el cristal anaranjado, evocó sus recuerdos a la ciudad desértica, y se dirigió allí: Rabanasta. Nada más llegar, el olor del humo y las pavesas que flotaban le llegaron, ensuciando el cabello entrecano y obligándole a cerrar los ojos. Las llamas crepitaban en aquella calle, y varios vecinos se habían congregado para apagar con cubos el incendio. En otras condiciones, el antiguo soldado hubiera ayudado con su magia, pero en estos momentos sólo pensaba en una cosa.
Venganza.